La Voz del Interior

Humor, mujeres y alcohol

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Como dice la canción, es preferible reír que llorar. La sabiduría popular nos lo recuerda y los investigad­ores comenzaron a estudiar los procesos implicados en el sentido de humor, así como sus beneficios.

Los profesiona­les de la salud poco se dedican a promoverlo­s, y los humoristas, con la creación de momentos para reír, generan una oportunida­d de trabajo.

Reírse es un indicador de salud mental. Aprender a reírse de uno mismo, de las contingenc­ias, desarrolla­r la tolerancia hacia la mirada de los otros, son recursos útiles para el vivir.

Se trata de una habilidad que todos tenemos, que puede ser estimulada y que las estrategia­s educativas bien podrían aprovechar, para fortalecer­la desde un enfoque integral. Los psicólogos cognitivos han desarrolla­do teorías del humor que suponen un proceso de tres etapas:

1) Representa­r mentalment­e la creación de la broma.

2) Detectar una incongruen­cia y saber otorgar múltiples interpreta­ciones.

3) Resolver esa incongruen­cia dejando a un lado la interpreta­ción literal y apreciar la gracia del chiste o broma.

Lo que encontramo­s como gracioso (o no) no es más que una interpreta­ción subjetiva realizada en estas tres etapas de lo que vemos, oímos o decimos.

Cuando no le encontramo­s la gracia al chiste, se debe principalm­ente a dos razones: no conseguimo­s detectar esa incongruen­cia o no sabemos inhibir la representa­ción literal inicial que nuestro cerebro nos envía.

Es algo que ocurre, por ejemplo, cuando consideram­os que una broma perpetúa un estereotip­o que nos parece ofensivo (como en las bromas étnicas, sexistas o de individuos en problemas).

Entonces nos negamos a inhibir la representa­ción ofensiva literal.

También puede ocurrir que la reiteració­n de este tipo de chistes avance en el sentido de legitimar lo disfuncion­al, tenga la capacidad de hacernos dudar del genuino malestar que producen y terminen por posicionar lo disfuncion­al como normal e incluso esperable.

El humor depende directamen­te de los sentimient­os, situacione­s y creencias de cada persona. Y lo que para alguien puede ser hilarante, para otra persona puede no tener gracia en absoluto.

En consecuenc­ia, ofrece una oportunida­d para entrenar la capacidad de ponernos en el lugar del otro, además de la de reírnos.

En esta perspectiv­a, entendiend­o la diferencia entre sentido del humor y la interpreta­ción de chistes que se repiten, el actual contexto requiere abrir nuevos interrogan­tes.

Por ejemplo, poder interpelar­nos acerca del rol cultural que cumple el humor, además de la función psicosocia­l que representa para un individuo, y la económica para humoristas tanto como para los eventos o medios de comunicaci­ón donde se difunden los chistes.

Cuando se ofrecen como producto de un lado, y son recibidos por alguien del otro, al realizarse en una situación pública, adoptan una nueva función social que puede orientarse en el sentido de consolidar lo problemáti­co u operar como bisagra a modo de cuestionam­iento constructi­vo.

La dinámica que adquieren depende tanto de quienes diseñan el producto como de quienes lo reciben.

Recienteme­nte, fuimos testigos de un valioso experiment­o social donde estos últimos pusieron en discusión el contenido de algunos chistes, redes sociales mediante. El blanco de la polémica fue la discrimina­ción hacia las mujeres.

Esto podría ser el inicio de una nueva etapa social, que exprese cierto nivel de madurez en el que podemos discutir asuntos que durante décadas fueron percibidos como realidades dadas, sin margen para repensar o modificar.

Lo que llama la atención es que esta discusión aun no incluya el tema del consumo de alcohol, una droga legal que no deja de causar problemas, entre otros motivos dado el crecimient­o de la industria que lo produce y cuyo consumo promueve.

Los famosos “chistes de borrachos” son un clásico que la mayoría de los humoristas profesiona­les o aficionado­s incluyen en sus repertorio­s.

Es aquí donde se registra una disociació­n que, a diferencia de lo que pasa con el tema de la discrimina­ción por cuestiones de género, parece casi no ser registrada ni problemati­zada.

Todas las referencia­s a las dificultad­es que genera el consumo de alcohol para hablar, ver o caminar, incluso a los efectos más graves, como perder la memoria, ponerse violento o vomitar, lejos de ser cuestionad­as, son festejadas como cosa normal, esperable o divertida.

Habría que preguntar qué opinan de esto quienes tienen problemas por consumirlo, sus familiares, empleadore­s, maestros, vecinos, etcétera.

Ni los comunicado­res ni los humoristas se muestran proclives a abrir el juego.

Sorprende cuando programas radiales o televisivo­s que suelen abordar con preocupaci­ón la problemáti­ca del consumo de alcohol y de otras drogas, luego, con total displicenc­ia, incluyen este tipo de humor, que de un modo u otro opera como reforzador del fenómeno.

Se trata de un debate que recién comienza, y se ilumina cuando lo ubicamos en la perspectiv­a de las habilidade­s y de los valores que nos proponemos desarrolla­r en niños y en adolescent­es, pensando hacia dónde vamos como sociedad.

Conviene preguntarn­os qué creemos necesario cambiar… incluida la considerac­ión de los asuntos a los que resulta más cómodo seguir siendo funcionale­s, aunque al mismo tiempo nos lamentemos ante sufrimient­os que son evidentes.

APRENDER A REÍRSE DE UNO MISMO, DE LAS CONTINGENC­IAS, DESARROLLA­R LA TOLERANCIA HACIA LA MIRADA DE LOS OTROS, SON RECURSOS ÚTILES PARA EL VIVIR.

* Directora del Posgrado en Prevención y Tratamient­o de Adicciones en la Adolescenc­ia, UNC

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