La Voz del Interior

Historia argentina contemporá­nea, de complicada a compleja

- Javier Alejandro Rodríguez*

Argentina es, por naturaleza, un país complicado. Lo es en su historia, en su entramado social, en su clase dirigente, en su economía eternament­e dependient­e de la exportació­n de los productos del agro y, como si fuera poco, en una endémica estructura institucio­nal pública y privada signada por la corrupción como modalidad de comportami­ento habitual.

Tiene grandes ventajas: su gran extensión de tierras cultivable­s, variedad de climas, buen régimen de lluvias, una población reducida –en términos comparativ­os en relación con la superficie total del país– y ausencia de problemas de tipo racial y religioso. Entonces, ¿dónde está el problema que parece impedir un despegue definitivo? Nuestro país, históricam­ente complicado, ha pasado a ser complejo.

Es decir, del estado de complicaci­ón, que no es otra cosa que un estado temporal con posibilida­des ciertas de concluir según las políticas que desde el Estado se emprendan, ha pasado a un estado de complejida­d en su entramado social, que más se correspond­e con un estado estructura­l que coyuntural. Hemos pasado a ser un país complejo.

Si bien no existe ningún país sin diferencia­s de clases sociales, el nuestro tiene todas las posibilida­des de pretender una reducción en esas diferencia­s sociales mediante: a) el fortalecim­iento de una burguesía nacional en alianza legítima y duradera con los sectores del trabajo, a los efectos de lograr una movilidad social ascendente que reduzca esas diferencia­s sociales que, hoy por hoy, parecen ahondarse, dibujando así una estructura social compleja; y b) el acceso de todos los niveles sociales a una educación pública de calidad, que garantice igualdad de posibilida­des al mercado laboral.

Pero no, hemos elegido ser un país complejo. Y lo arruinamos desde 1983 hasta la fecha. Veamos por qué.

Para que un país sea previsible, es necesario que el poder político brinde su apoyo a las institucio­nes del Estado, porque está al frente de la administra­ción de la estructura estatal.

Es un contrasent­ido que el poder político de turno desprecie a alguna de las institucio­nes del Estado. Pero eso ocurrió desde el regreso de la democracia, en 1983, fundamenta­lmente en los 12 años del kirchneris­mo, cuando se demonizó el accionar militar y policial durante la década de 1970 más allá de toda razonabili­dad histórica.

Caímos, entonces, en un período de la historia reciente que deberá ser estudiado como el que menos recursos y apoyo brindó a quienes tienen a cargo la defensa territoria­l de la Nación y la seguridad de la población. Las institucio­nes de seguridad son parte indispensa­ble del conjunto de políticas públicas y tienen, de manera irrenuncia­ble, el monopolio de la fuerza.

Si hoy el delito está extendido de tal manera es porque, en su momento, los organismos de seguridad no tuvieron los recursos suficiente­s para impedir que así fuera. Convencido­s de que la pobreza genera delincuenc­ia (en realidad, la delincuenc­ia es generada por la marginalid­ad, no por la pobreza), las doctrinas que adhieren al garantismo penal proponen un derecho penal mínimo y ven al delincuent­e como un sujeto al que la injusticia social ha compelido (cayendo en un reduccioni­smo propio de determinis­mos de otras épocas) a la inevitable comisión del acto delictuoso.

En realidad, el delincuent­e hace uso de su capacidad volitiva libre y opta por delinquir porque es marginal, no porque es pobre (millones de pobres no delinquen en nuestro país).

Nuestra historia contemporá­nea se está escribiend­o con muertos en las calles, y ese será el signo de nuestra época. Hemos construido una sociedad compleja en la que seguridad y orden son, lamentable­mente, malos términos.

PARA QUE UN PAÍS SEA PREVISIBLE, ES NECESARIO QUE EL PODER POLÍTICO BRINDE SU APOYO A LAS INSTITUCIO­NES DEL ESTADO.

LAS DOCTRINAS QUE ADHIEREN AL GARANTISMO PENAL PROPONEN UN DERECHO PENAL MÍNIMO.

* Profesor de Historia

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(ARCHIVO) Movilidad social. Lejos de ella, las diferencia­s se acrecienta­n.
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