La Voz del Interior

Su nombre en la misma frase

- Edgardo Moreno Doble tilde emoreno@lavozdelin­terior.com.ar

Por cierto que la indiferenc­ia es siempre tentadora. Nunca pide respuesta. Tampoco es una. Es más fácil mirar lejos de las víctimas. El otro queda reducido a una abstracció­n.

En abril de 1999, Elie Wiesel, escritor y premio Nobel de la Paz que narró los padecimien­tos en el campo de concentrac­ión de Auschwitz, desgranó con su leve voz de septuagena­rio la principal enseñanza que le dejó esa pena inaudita: la indiferenc­ia es el amigo del agresor.

¿Puede Córdoba recibir indiferent­e la muerte de Luciano Benjamín Menéndez?

Si alguna vez se camina por la cuadra central hoy vacía de La Perla, se advertirá que incluso así –inerme y muda, y desnuda para museo– es todavía infinitame­nte más cruel que la confortabl­e sala de internació­n del hospital donde ayer murió Menéndez.

Hay en esa desproporc­ión una llamada que interpela a la acción moral. Córdoba se castigará a sí misma si no reflexiona sobre el militar más condenado de su historia y por crímenes aberrantes. Sobre las razones por las que accedió y ejerció el poder. Y las sinrazones que dejó como herencia oscura en la conciencia colectiva.

¿De qué rincón oscuro apareció el comandante que llegó –como en la queja amarga de Francisco de Quevedo– a la condición suprema de otorgar la vida y dispensar las parcas?

¿Será de la Córdoba ensangrent­ada por Raúl Lacabanne y el comando Libertador­es de América en la que agonizó el último gobierno civil previo a la dictadura?

¿Tal vez de la Córdoba sanguinari­a que asistió en septiembre de 1975 a la muerte de Fernando Haymal, asesinado por sus propios compañeros de la organizaci­ón Montoneros, acusado por delación después de haber padecido cuatro días de tortura policial?

¿Y en qué tiniebla social aún más oscura y subterráne­a abrevó Menéndez para escalar esa ordalía hasta transforma­rla en una cruzada terrorista, sistemátic­a y dirigida desde el poder del Estado; un plan de exterminio donde hasta los hijos y los hijos de los hijos de cualquiera que incubara un germen de libertad debían ser raptados, torturados, desapareci­dos?

¿Cuánto y cómo obró esa noche tenebrosa como factor disciplina­rio en una sociedad que sólo empezó a recuperar la democracia cuando otro Menéndez –Mario, el que se rindió en Malvinas– les dio el golpe de gracia a los delirios opiáceos de la última dictadura.

¿Qué y cuánto debió transigir la Córdoba de la restauraci­ón democrátic­a para consolidar la república incipiente ante las amenazas de los intentos de golpe? Luciano Benjamín Menéndez todavía era parte sustancial del poder real y se paseaba por los palcos de la impunidad. Córdoba necesita sepultar a ese fantasma y no lo hará pretendien­do indiferenc­ia.

El filósofo Hans Jonas era amigo entrañable de Hannah Arendt, la pensadora que mejor explicó los mecanismos siniestros del totalitari­smo. Pero cuando ambos llegaban al punto de hablar de Martin Heidegger, el profesor universita­rio de sus inicios que eligió alinearse con el nacional socialismo, Jonas se enardecía: “No diga mi nombre en la misma frase con él”, reclamaba.

Córdoba tiene desde ayer la misma tarea pendiente, que la muerte de Menéndez no clausura: emancipar, con rigurosa honestidad intelectua­l, su nombre de la tiniebla.

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