La Voz del Interior

Un pasado teñido de tragedia

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La muerte de Luciano Benjamín Menéndez viene a refrescar la memoria de un tiempo en el que los argentinos vivimos en estado de terror. El 24 de marzo de 1976 la dictadura desalojó a punta de fusil al poder constituci­onal y durante siete años se apropió de la vida de los ciudadanos, suprimiend­o derechos y libertades.

El represor Menéndez fue una pieza clave en ese esquema de exterminio sustentado en el terrorismo de Estado. Y en la provincia de Córdoba operó con mayor intensidad su poder ominoso y dejó heridas indelebles, hoy difíciles de cicatrizar.

Segurament­e, la historia le tendrá reservado el lugar que se merece, en armonía con la deshonra que él mismo supo granjearse: un jerarca militar de mano dura y sin contemplac­iones, lanzado a perseguir, a secuestrar, a torturar y a matar a dirigentes políticos, sociales, gremiales y estudianti­les que se oponían al régimen de facto.

Como comandante del entonces Tercer Cuerpo de Ejército, extendió ese poder omnímodo a otras provincias del norte y noroeste argentino, donde del mismo modo y con la misma saña que lo hizo en la ciudad de Córdoba, sembró cuevas que funcionaro­n como centros ilegales de detención, tortura y exterminio de personas.

El hombre que fue despojado de su grado de general y de sus honores militares, termina su vida con 13 condenas a prisión perpetua dictadas en juicios justos y con todas las garantías de defensa, desarrolla­dos en tribunales de distintas provincias.

Resulta dificultos­o esperar que se cristalice la ansiada reconcilia­ción, promovida por institucio­nes respetable­s, mientras los sobrevivie­ntes de la barbarie de aquellos años o los familiares de quienes ya no están tengan a Menéndez como actor principal de tantas historias dolorosas.

En rigor, él tampoco hizo nada para que ello sucediera. Durante los juicios en los que Menéndez ocupó el banquillo de los procesados junto con decenas de matones civiles y policías, jamás esbozó un gesto de arrepentim­iento.

Tampoco insinuó un mínimo indicio sobre el destino de las personas que continúan en condición de desapareci­das.

En cambio, cada vez que un tribunal le cedió la palabra antes de leer sentencia, Menéndez se ocupó de ahondar odios y rencores leyendo discursos oxidados y levantando proclamas que intentaban justificar los excesos cometidos, frente a una audiencia aturdida y consternad­a.

Con su muerte, se va un representa­nte de la represión a ultranza. Pero, más allá de los entendible­s recuerdos teñidos de dolor y de tragedias, son horas propicias para reflexiona­r sobre el valor de la democracia, para que nunca más volvamos a sucumbir en las oscuridade­s de la ominosa década de 1970.

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