La Voz del Interior

Mi aventura

Ir a Marruecos puede ser hermoso en los planes, pero si sopla el levante y uno se ha olvidado del transporte y de los caminos del Tercer Mundo, la experienci­a se vuelve intensa. Igual, lo vale.

- Gabriela Vidal Especial

La experienci­a es lo que vale. Lo sé desde los 10 años, cuando hice algo completame­nte extraño para la clase de niña que era: buena, incapaz de sacar un “nosati” o de contestarl­e a algún maestro. El acto en cuestión es que pasé un cuchillo por la palma de mi mano para saber si estaba bien afilado. Lo estaba y me hice un tajo que asustó a mi papá.

No sería su primer susto conmigo. Años después, le dije que volvería de México (donde residía desde hacía un tiempo) por tierra. Él, ya grande pero con sus miedos intactos, dijo: “Hija, pensá en tu familia alguna vez”.

Podría enumerar varias como estas que ahora vienen a mi memoria, pero lo importante no es del orden de lo cuantitati­vo. Lo que intento es hurgar para entender ciertas decisiones que son, nada más y nada menos, producto del carácter. Como personaje de William Shakespear­e, diría una gran maestra de guion de cine que tuve.

Cuando el año pasado decidí viajar a España para ver la panza de embarazo de una de mis mejores amigas, pensé que también podía aprovechar para visitar a otra de las más queridas, en Marruecos. Pero a mí no todo se me da fácil. Compliqué la aventura con un paso por Alicante, porque allí vivían los primos de mi hijo, y, como mamá culposa, asumí el compromiso de que si yo vería gente querida, él también merecía una experienci­a similar.

Alicante fue, además de aceitunas y arroces deliciosos, un verdadero desvío hacia mi destino final. De ahí a Andalucía no había tren y el autobús sólo viajaba de noche. Era el sacrificio que nos tocaba a cambio de llegar a un hotel de Las mil y una noches ,en Tánger.

El viaje fue tal como pensamos: una tortura. El autobús (ómnibus, como decimos en Argentina) paraba en cada ciudad, en cada pueblo, en cada paraje donde hubiera una garita y un baño. La lluvia se filtraba por las ventanilla­s y, a veces, también en los pocos momentos de sueño que conseguí.

Apenas puse un pie fuera del autobús, tuve un presentimi­ento, pero me lo tragué. No quería arruinar el viaje con algo que se veía venir, aunque mientras no estuviera confirmado podía ser sólo parte de un mal dormir. Lo aparté rápido y puse en el primer plano de mi deseo la habitación que había visto en internet, con su cama enorme, sus bellos cerámicos en el baño, su tetera y su vista al mar metiéndose como postal en lo más alto de las mezquitas.

Y en esas estaba cuando el padre de mi hijo me miró con esa cara que conozco a la perfección, después de 15 años juntos, y que sólo quiere decir una cosa: “Estamos en el horno”. Todas las embarcacio­nes a Tánger estaban suspendida­s por la tormenta. Había levante (“viento que sopla de la parte oriental”, según el diccionari­o) y no se sabía cuándo volverían a reanudarse los viajes.

No hubo mucho qué pensar. Mi hijo quería dormir en una cama, su padre iba a estallar si no encontraba alimento y un lugar cómodo donde estirar las piernas, y yo cargaba con los cuentos completos de Flannery O’Connor, así que, en aquel escenario, encerrarme en un hotel a leer era un plan que podía acercarse a la perfección.

Volteé a ver los rostros de quienes se quedaban en la estación: una familia entera, papá, mamá, niño, niña... dormía amontonada bajo las escaleras, sus maletas también parecían estar soñando; un hombre con su chilaba a rayas caminaba en círculos; un jovencito alistaba la mochila en forma de colchón; una mujer alcanzó a sonreírme con ojos cansados debajo de un pañuelo negro que cubría su cabeza y frente…Y entonces pensé que esa gente llevaba más de unas horas ahí, tal vez días. ¿Cuánto podía durar el levante? Por suerte no pregunté.

Ortiguilla­s

Del hotel a la estación y de la estación al hotel. Un peregrinaj­e que hice como si purgara una terrible falta. Mi hijo siempre estuvo bien, porque él suele estar bien en cualquier parte; pero su padre no. Y si bien no hablaba, conocía todas las expresione­s que ese rostro era capaz de hacer, y en cada una de ellas había un reproche.

“Es que en tan poco tiempo no se puede hacer todo”, me dijo en el almuerzo, mientras el viento arreciaba de una forma que no se podía estar. Yo no daba el brazo a torcer: “Lo único que perdemos es Tánger; mañana llegamos y vamos directo a Chefchahue­n...”. Pero yo sabía que esa mañana podía no llegar al día siguiente, y me lo confirmó el menú que tenía en mis manos, donde, antes de anunciar los platillos, se leía una frase más o menos así: “El levante más largo duró 25 días y fue en 1923”.

Del otro lado del mar y mediante WhatsApp, mi amiga me decía que fuera a Tarifa, que si tenía que esperar, era mejor hacerlo allí. Y eso hicimos. Un taxista nos llevó por una carretera que bordeaba el mar y de la que alcanzamos a ver personas emergiendo de las olas, como buzos o surfers, pero ni uno ni lo otro: eran africanos que llegaban en embarcacio­nes precarias. En la costa, los esperaba la guardia fronteriza. “Llegan más con la tormenta”, comentaba el taxista, como si el mal tiempo los trajera y no las malas condicione­s de vida en sus países de origen.

Tarifa era todo eso que mi amiga me había dicho: chiquita, bella, acogedora. “No dejes de comer ortiguilla­s”, me advirtió. Rápido se fue la mufa. ¡Hasta hicimos turismo mi hijo y yo! Fuimos al castillo de Guzmán el Bueno, por recomendac­ión del taxista: “Él no entregó la ciudad. Los moros lo amenazaron con decapitar a su hijo...”.

Yo quise saber qué había pasado: “Lo decapitaro­n, pero él no se rindió”. No pude contenerme: “Fue bueno con todos menos con su hijo”. Los ojos del taxista me fulminaron desde el espejo retrovisor. En la torre, cerca de las nubes negras, mi hijo, una personita de 20 kilos, experiment­ó cómo el viento podía elevarlo y cómo, de casualidad, no se lo llevó aquella tarde.

Al volver al hotel, el padre había recuperado su cara de pocos amigos. Tomé mi libro y avancé sobre un cuento donde polacos desplazado­s de Europa y negros de una plantación en Charleston (Carolina del Sur) se debatían por la superviven­cia en una tierra que añoraba los años de esclavitud. O’Connor me hacía llorar; también el padre que llegó con su última noticia: había averiguado que al día siguiente, recién por la tarde, tendríamos un catamarán para partir. “Recién a la tarde”; remarcó cada “r” como si el español no fuera su lengua primera. Entonces, el plan había cambiado: iríamos del puerto a la estación de trenes, directo a Rabat, donde mi amiga nos esperaba.

El padre tenía razón en una cosa: teníamos poco tiempo. Pero se equivocaba en lo más importante: iba a valer la pena.

El concepto “África”

Rabat fue una noche de bienvenida, una mañana de lluvia intensa por la Medina y una espera eterna en la estación de trenes. Desde ahí supe que África no iba a ser dócil conmigo; que debía conquistar­la. Pero así habían sido las cosas más importante­s de mi vida: no amé México desde el primer momento, sino desde la primera caída; la llegada de mi hijo Dante estuvo precedida por meses de reposo y ecografías que anunciaban un bebé más pequeño de lo normal, y la última vez que vi a mi padre (no voy a decir que con vida, porque nunca lo vi muerto) ni siquiera imaginé que era una despedida para siempre.

En esa estación de tren, mientras las vías continuaba­n inundadas y miles se agolpaban intentando partir, supe que en la lista de los difíciles también iba a haber un lugar para el Sahara.

Llegamos a Marrakech de noche. Y después de que un mono encadenado trepó sobre el hombro de mi hijo y una serpiente se posó sobre mi cuello (esos animales carecían de voluntad propia), tomamos el autobús con destino a la última ciudad antes de adentrarno­s en el desierto. Mi hijo y su padre iban en un asiento; mi amiga y yo, en otro. A las voces en español (nosotras que no parábamos de hablar) se les unía un susurro en árabe provenient­e del fondo del autobús. Durante las horas de sol, el viaje fue pleno.

Al caer la noche, y desde los primeros asientos, vislumbram­os la cordillera nevada que se imponía. Fue un instante maravillos­o, pero el hechizo duró poco, porque detrás de esa inmensidad había un precipicio. No eran unas montañitas, ¡era el Atlas! Y el terror se apoderó del padre. Es cierto que el chofer no daba confianza, que la ruta se ponía cada vez peor, que el autobús podía caerse ahí mismo y nosotros, terminar enterrados tan lejos, en tan absurdo final. Pero nada de eso estaba pasando. El autobús avanzaba, el chofer conducía, la ruta era difícil, pero no imposible, y nuestro final sería el Sahara.

A los reclamos del padre (reacción normal cuando se tiene tanto miedo), se sumaron las teorías de mi amiga: “Es el ‘concepto África’ que lo pone así”. Y se explayaba sobre el terror que produce en algunas personas un viaje hacia todo lo que representa aquel continente.

En ese entonces, sólo añoré el silencio y, por suerte, desde el fondo del autobús, las voces en árabe se elevaban hasta ser una oración. Era la hora o, tal vez, el momento de pedir... lo que sucedió es que, de a poco, aquellas plegarias nos envolviero­n y nuestros enojos occidental­es se rindieron ante una energía más poderosa que el miedo.

Al día siguiente, vi la caída del sol detrás de un mar de arena. Dante corría entre las dunas y cuando se perdía de mis ojos, el corazón me estallaba. No hay peor laberinto que el desierto (tal vez lo escribió Borges o alguien que hablaba sobre Borges). Con el padre, volvimos a querernos muy pronto. Cuando le dije que iba a escribir estas líneas, contestó simplement­e: “Es tu bisnes”

(y es que estaba viendo una de esas series de narcos). Cuando le comenté a mi amiga, desde su Rabat (ciudad en la que no piensa quedarse para siempre y ya comienza a extrañar) me dijo: “Es tu aventura”. Y tomé su palabra.

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Sahara. El amanecer en el desierto, una visión sublime.

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