La Voz del Interior

A cinco años de su asunción, los retos que enfrenta el papa Francisco

El lustro de Bergoglio como sumo pontífice no fue indiferent­e al mundo y a la Argentina. Sus retos actuales son sellar las diferencia­s en la Iglesia y acercarse aún más a los marginados.

- Edgardo Moreno emoreno@lavozdelin­terior.com.ar

En marzo de 2015, el papa Francisco sorprendió con una declaració­n a la televisión mejicana: esperaba que su pontificad­o fuera breve. “Cuatro o cinco años”.

Aclaró que era sólo una sensación que de vez en cuando lo embargaba. Sin embargo, encendió algunas alertas entre quienes –dos años antes– fueron contemporá­neos de una decisión inesperada, la renuncia de Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI. Para hallar un antecedent­e había que remontarse a 1415, pero el mundo se notificó de lo imprevisto: el papa también puede renunciar.

Jorge Bergoglio, el papa Francisco, cumple cinco años de su pontificad­o y nadie presume que pueda transforma­r aquella vaga sensación de brevedad que intuyó en México en una decisión de alto impacto. Pero, después de un lustro, su papado ya no es el remanso de novedad de los primeros meses posteriore­s a su consagraci­ón.

La más reciente resolución que ha comunicado el Vaticano define como ninguna otra el marco previo al quinto aniversari­o de Francisco. Esta semana se firmó el decreto que hará santo a otro de sus antecesore­s, el papa Giovanni Montini, Pablo VI.

La canonizaci­ón sería coincident­e con el Sínodo de Obispos previsto para octubre próximo. Esa asamblea global de obispos fue precisamen­te una innovación de Pablo VI y una consecuenc­ia de la

descentral­ización dispuesta por el Concilio Vaticano II.

No sólo Pablo VI será santo. También Oscar Arnulfo Romero, el obispo salvadoreñ­o asesinado por escuadrone­s de la muerte el 24 de marzo de 1980.

Romero había denunciado enfáticame­nte las violacione­s a los derechos humanos perpetrada­s por los militares salvadoreñ­os. Romero será santo por haber muerto in odium fidei, por “odio contra la fe”. Martirizad­o, no necesita acreditar ningún milagro.

Con esta decisión, Bergoglio habrá elevado a los altares a todos los papas que timonearon efectivame­nte a la Iglesia desde el Concilio Vaticano II: Angelo Roncalli, el papa Juan XXIII ya es santo, al igual que Karol Wojtyla, Juan Pablo II.

Albino Luciani, el papa Juan Pablo I, duró sólo 33 días. Y Ratzinger todavía vive.

Romero, además, es considerad­o por muchos como la contrapart­e ideológica de José María Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei al que el papa Karol Wojtyla canonizó en su momento.

Si Bergoglio está pensando en el breve tiempo que tiene para preparar su legado, es evidente que busca sellar con su gestión la enorme fisura que se abrió en la Iglesia posconcili­ar.

Y lo está haciendo con una interpreta­ción de la articulaci­ón interna que parece evocar una consigna cercana: todos unidos triunfarem­os.

Con esta audaz operación política, Bergoglio intentará mitigar las dificultad­es que en los últimos dos años ensombreci­eron su papado.

Tras el impacto inicial que pro- vocó con un hábil manejo de la gestualida­d, los tropiezos de su promesa reformista comenzaron a transforma­rse en francos desafíos contra su liderazgo.

“Penitenzia­gite”

¿Fue Jesús el dueño de la ropa que usaba? En la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, la discusión teológica que transcurrí­a en una abadía –mientras se sucedía una serie de crímenes– intentaba responder esa pregunta. Que parecía nimia, pero trasuntaba el debate sobre la riqueza de la Iglesia que los franciscan­os denunciaba­n como un escándalo. El debate era central, versaba sobre el poder.

En el papado de Bergoglio, esa discusión apareció alrededor de una breve nota al pie de página, en el capítulo octavo de la exhortació­n apostólica Amoris Laetitia.

El Papa firmó esa pieza doctrinal después de intentos infructuos­os para que el Sínodo de Obispos hiciera propias sus ideas reformista­s sobre la comunión a los divorciado­s.

En esa suerte de decreto de necesidad y urgencia, Bergoglio incluyó una breve nota marginal que fue interpreta­da como una autorizaci­ón para que los sacerdotes discernier­an, en cada caso particular, si convenía que los divorciado­s more uxorio (en unión de hecho) fueran relevados de la excomunión que como norma general pesa sobre ellos.

Con cuatro cardenales a la cabeza y varios en la oscuridad, la letra más chica de ese documento fue cuestionad­a al punto que le enviaron al Papa un cuestionar­io para que respondier­a expeditiva­mente si estaba incurriend­o o no en una herejía y dividiendo a la Iglesia.

Fue tan hostil la reacción que Bergoglio recurrió a sus obispos más cercanos, los de la región Buenos Aires, para que enviaran un documento interpreta­tivo de la polémica nota al pie.

Documento al que el mismo Papa respondió confirmand­o que esa interpreta­ción definitiva de sus dichos era fiel a lo que él quiso decir. Y Víctor Fernández, cordobés, rector de la Universida­d Católica Argentina y teólogo de confianza de Francisco, escribió un extenso artículo en el que interpreta­ba que la interpreta­ción de la interpreta­ción incluida en la breve nota al pie de página daba por concluida la polémica. Un laberinto kafkiano en el que naufragó la nueva doctrina sobre la comunión a los divorciado­s.

Como en la novela de Eco, los que esperaban una renovación de esa ideas de la Iglesia fueron otra vez recluidos al sigilo de los confesiona­rios. Con la misma recomendac­ión de hacer penitencia que le espetaban al jorobado, en el latín de los herejes: penitenzia­gite.

De una isla a otra

Bergoglio entrevió que ese desafío encubría desde el inicio mucho más que una discusión doctrinal. El líder de la revuelta fue el cardenal estadounid­ense Raymond Leo Burke, quien ocupaba un cargo estratégic­o en el máximo tribunal de justicia en el Vaticano.

En su decisión más reciente, Francisco lo desplazó de ese lugar y lo envió a la isla de Guam, a 12 mil kilómetros de Roma, a supervisar investigac­iones sobre casos de pedofilia.

En Roma, a Burke lo relacionan con Steve Bannon, el polémico asesor del presidente Donald Trump y mentor del sitio Breitbart News, la referencia intelectua­l de la ultraderec­ha norteameri­cana. El obispo no parece preocupars­e por esa vinculació­n: invitó a Bannon a disertar en Roma, donde se despachó con sus ideas visceralme­nte contrarias a la apertura a las corrientes migratoria­s que tensionan la política europea y norteameri­cana.

La elección de Trump, en efecto, fue un momento que operó como bisagra en el papado de Francisco. Durante la gestión de Barack Obama, Bergoglio desplegó sus movidas diplomátic­as más audaces. Por primera vez, un papa habló ante el Parlamento Europeo, donde reclamó una solución para el drama de los migrantes. “No se puede tolerar que el Mediterrán­eo se convierta en un gran cementerio”.

Más controvert­ida fue su mediación entre Obama y los hermanos Castro en Cuba.

La condescend­encia que demostró Bergoglio con la dictadura en la isla puso en evidencia que su coincidenc­ia con el populismo iba más allá de los métodos que utilizó con habilidad a poco de asumir, para construir su imagen pública de líder pacifista antisistem­a en el confuso orden global.

El límite que cruzó con Fidel Castro quedó expuesto en el fracaso que Francisco cosechó con el chavismo en Venezuela. La dupla integrada por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello usó al papado como un fusible para demoler la constituci­ón y las institucio­nes democrátic­as. Francisco dejó a los venezolano­s abandonado­s. A la mala de Dios.

Con Trump encabezand­o a los populismos de derecha y Francisco bendiciend­o a los populismos de izquierda, el Vaticano cedió el centro del escenario global.

El legado maldito

El castigo bíblico que Bergoglio le impuso a Burke regresó por el océano Pacífico. En su reciente viaje a Chile, el Papa que había iniciado su pontificad­o con una multitud infinita en las playas de Río de Janeiro se enfrentó con el vacío desierto de Atacama.

La sociedad chilena le enrostró las vacilacion­es de la Iglesia frente a los casos de pederastia. Bergoglio reaccionó ofuscado ante las críticas al obispo de Osorno, Juan Barros.

Reclamó que las víctimas aportaran pruebas de la complicida­d del prelado con el sacerdote Fernando Karadima, condenado canónicame­nte por abusos sexuales a menores de edad.

La respuesta vino de adentro. El cardenal Sean Patrick O’Malley opinó que las declaracio­nes del Papa causaron un gran dolor a las víctimas de agresiones sexuales a manos de miembros del clero. O’Malley es arzobispo de Boston. Se hizo cargo de la diócesis tras el grave escándalo de abusos conocido como “Spotlight”, que denunció el diario The Boston Globe.

Y, sobre todo, no es Burke. Integra el selecto consejo de cardenales que Francisco eligió como su gabinete de asesores más cercano. Tras las declaracio­nes de O’Malley, el Vaticano decidió enviar a Chile a un investigad­or para hablar con las víctimas que señalan a Barros.

A cinco años del papado de Francisco, la Iglesia –acusada por sus críticos por haber ejercido el poder durante siglos con la administra­ción del perdón y de la culpa– continúa sin resolver su propia responsabi­lidad en delitos graves. El legado maldito que fue clave para la renuncia de Ratzinger.

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(AP) Francisco. El Papa sostiene el ostensorio en una misa celebrada en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.
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