La Voz del Interior

El problema es que no creemos más en la escuela

- Laura González lgonzalez@lavozdelin­terior.com.ar

El episodio de la adolescent­e a quien una escuela de Córdoba le cuestionó el corte de cabello es el ejemplo exacto que explica, de manera arbitraria­mente sintética, por qué estamos donde estamos. Somos todos consciente­s de que la educación en Argentina es de baja calidad, que la escuela enseña poco y, muchas veces, mal, que ha quedado añeja y atrasada para la dinámica del siglo 21.

Quizá todo eso sea consecuenc­ia de algo mucho más profundo. Porque lo que se ha perdido es la convicción de que la escuela tiene razón. Es probable que haya casos en los que se equivoca; al fin y al cabo, las institucio­nes están hechas de humanidade­s. Incluso es probable que haya errores en el caso cordobés.

Pero si nos ponemos a discutir que el reglamento no especifica el largo del cabello, si le tapa o no la cara, si estaba teñido y ahora no, si, si, si…. estamos parándonos en el mismo podio en el que está la escuela. Y la escuela tiene que estar más arriba. Si nos queremos igualar, habrá cientos de familias queriendo discutir las subjetivid­ades propias de un reglamento. Después cuestionar­emos que la nota no era 5,50 sino seis; que la amonestaci­ón no correspond­ía; que el docente lo mira feo; que lo toma de punto; que para qué está en el aula si no sabe nada.

Así, si la pretensión es “discutir” el reglamento es porque queremos un reglamento a nuestra medida, una escuela a nuestra medida, una vecindad a nuestra medida, una concepción del mundo a nuestra medida.

Nos inventamos una pedagogía liviana y barata cimentada en la profunda convicción de que yo, padre-ciudadano, tengo la única verdad. Que la escuela no tiene razón. Que el vecino no la tiene; que el juez no la tiene; que el otro no la tiene, porque lo único que vale es mi interpreta­ción.

Esa concepción tan absolutist­a y profundame­nte egoísta acarrea consecuenc­ias en el todo social. Será imposible convivir si creemos que a las reglas hay que discutirla­s, negociarla­s, considerar­las en cada ocasión.

Es probable que lo que yo creo que es pelo corto, para el otro no lo sea; pero si es la escuela la que tomó esa determinac­ión, deberíamos respetarla sin medias tintas, sin que nuestro hijo encuentre en nosotros un espacio para la negociació­n. Aunque sigamos pensando que la escuela se equivoca: negociar para hacer lo que el chico quiere no debería ser viable.

La escuela tiene razón. Es una máxima sagrada por recuperar. Después, sí, veamos si caben matices. En la vida, habrá muchas otras cosas que no se pueden discutir ni negociar. No le viene mal a un adolescent­e saber que no podemos aplicar a nuestra medida los infinitos reglamento­s que pautan nuestra vida cotidiana.

Tenemos que aprender a vivir en el disenso y un poco más allá: tenemos que aprender a aceptar aun las cosas con las que estamos en profundo desacuerdo. Esa es, en definitiva, una construcci­ón democrátic­a.

NO LE VIENE MAL A UN ADOLESCENT­E SABER QUE NO PODEMOS APLICAR A NUESTRA MEDIDA TODA NORMA.

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