La Voz del Interior

Irlandés. Trevor Clarke dejó hace 10 años su país natal y llegó a Córdoba, se enamoró de la ciudad y abrió un “pub”.

Hace casi una década, este dublinés se enamoró de la ciudad y se hizo cordobés por adopción. Eso sí, con bar irlandés.

- Juan Pablo Carranza jpcarranza@lavozdelin­terior.com.ar

Trevor sigue con su cabeza el ritmo de Psycho Killer, de los Talking Heads, mientras sirve una cerveza rubia como un campeón. Hace casi una década que llegó a Córdoba, a través de los mismos caminos que cualquier mortal. Había salido de Irlanda sin rumbo fijo. A mochilear por el mundo. Cuando se le cruzó una idea, una idea que tiene toda persona alguna vez en su vida: poner su propio bar.

Pero no cualquier bar. El rey de los bares. El auténtico bar irlandés. Porque un bar irlandés para que

sea auténtico tiene que tener una bandera tricolor verde, blanca y naranja; un trébol de cuatro hojas; un gnomo vestido de verde al final del arco iris; una infinidad de botellas sobre los estantes de madera y, por supuesto, un auténtico cantinero irlandés.

“Cuando vine a Córdoba no había bares como a mí me gustan. Estaba en Güemes y me tenía que sentar en una mesa. No había un lugar con barra, poca luz y buena cerveza”, cuenta Trevor. Básicament­e su sueño surgió de una necesidad. La necesidad de sentirse como en casa.

Córdoba lo enamoró. Sin muchas más razones ni explicacio­nes decidió quedarse y cumplir su misión de montar un bar irlandés, que en Irlanda sólo llaman bar. Al poco tiempo, entendió el humor cordobés y aprendió el apodo de los naturales de esta provincia: “culiado”.

De Drogheda a Córdoba

Este irlandés de pelos enredados y rastas naturales nació hace 42 años en Drogheda, a media hora de Dublín, un febrero 6, de acuerdo con las formas anglosajon­as de llamar a las fechas. Ese día vio la luz el tercero de seis hermanos de una familia católica. Porque, como todos saben, los irlandeses son católicos. Históricam­ente el fervor religioso estuvo ligado a la independen­cia del Reino Unido.

“Antes las familias tenían muchos hijos. Ahora, sólo dos o tres”, reflexiona sobre la incidencia de la religión en la tasa de natalidad en su país. “Y la culpa de todo la tiene San Patricio”, remata irónico mientras abre sus grandes ojos verdes con gracia.

Con el tiempo, el santo que evangelizó hace más de 16 siglos la isla dejó de ser el símbolo de lo divino para ser todo lo contrario. Un cómplice de la noche. Un sinónimo de alcohol, fiesta y descontrol. “En mi pueblo había desfiles ese día. Muchos comercios hacían publicidad. Pero ya nadie se acuerda de San Patricio”, dice mientras toma con estilo una de las canillas y tira otra cerveza. Esta vez, una roja.

Trevor estaba destinado a dedicarse al mundo de las cervezas. Su familia tenía en el garaje de su casa una pequeña fábrica casera. Toda una tentación para un Trevor que con 15 años invitó a varios de sus amigos del colegio con una pinta antes de ir a clases. Nadie pudo disimular las ganas de ir al baño después, recuerda. Fue su primera vez como cantinero.

El bar ideal

La búsqueda de la cerveza ideal para el bar fue toda una odisea. En los tiempos anteriores al boom de las cervecería­s artesanale­s, Trevor dedicó mucho esfuerzo a degustar cervezas hasta dar con lo que quería. Algo más o menos similar a lo que puede conseguirs­e en Irlanda.

La noche de San Patricio de 2011 finalmente cumplió uno de sus sueños. Con la bendición del misione- ro patrono de su país, se puso por primera vez detrás de una lustrosa y reluciente barra de madera en un pequeño local, en pleno centro de la ciudad. “Faltaba mucho, pero decidimos que era el momento para abrir el bar”, relata Trevor. La publicidad funcionó de boca en boca.

En ese oscuro pasillo comenzaron a reunirse tantos parroquian­os que rápidament­e quedó chico y decidió mudarlo a una zona más coqueta, más luminosa, al frente del Palacio Ferreyra. Derqui al 225. La nueva sede del mito.

Otro de los requisitos indispen- sables de un auténtico irish bar es tener un nombre irlandés. No vale ponerle nombres criollos o muy cosmopolit­as. Trevor bautizó al bar, Clarke’s. “Lo de Clarke”, según la traducción inglesa. Como a un hijo le dio su propio apellido.

“En mi pueblo hay también un Clarke’s”, dice Trevor mientras despacha con soltura tres pintas negras, una detrás de otra. Y enseña una postal de ese bar, que tiene una leyenda que reza: “El lugar para beber en lo alto de la colina”. De alguna manera se siente como en casa.

Pero hay cosas que extraña. “La familia, los amigos, la ciudad, el clima, la lluvia –acá es muy seco– y, por supuesto, Guinness”, cuenta Trevor. La cerveza preferida de los irlandeses es un elixir negro y cremoso con tintas de café, que la Aduana y los problemas de importació­n le niegan hace varios años. Qué sabe la burocracia de lo que es beber un trago de patria a más 10 mil kilómetros de distancia.

Cada vez que viaja, Trevor se trae consigo algunas latas de la cerveza caracteriz­ada por el arpa. Pero eso no es suficiente. Hace unos años uno de sus parroquian­os le hizo una promesa. Iba a dar todo su esfuerzo para crear una cerveza lo más parecida posible a la Guinness. Al resultado Trevor lo exhibe con orgullo: una cream stout deliciosa, que no es la original, pero se le parece bastante.

Pero no sólo de cervezas vive el hombre. También de whisky. Para los que no saben la disputa entre irlandeses y escoceses por la paternidad del destilado puede desencaden­ar peleas interminab­les. “Que ellos digan lo que quieran. Nosotros tenemos el más antiguo del mundo”, aporta Trevor con seguridad y hace una aclaración: “En Irlanda se escribe wishkey”.

Trevor espera este San Patricio con la misma ilusión de siempre. Será su séptima vez en Córdoba, del otro lado de la barra. Segurament­e, será el día que más cerca se sienta de su casa. En definitiva, es un embajador irlandés. Un dubliner en Córdoba.

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(JAVIER FERREYRA) “Irish” bar. Para Trevor, en un auténtico bar irlandés, el cantinero tiene que saber el nombre de sus clientes y qué les gusta tomar.

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