La Voz del Interior

Notas del mundo

Una forma de enfrentar los malos momentos de la vida puede ser escribiend­o cada noche lo que el día que acaba de pasar tuvo de único. Y si no hay nada bueno, vale apuntar lo menos negativo, un detalle que tal vez la memoria no retenga, pero que la escritu

- Eugenia Almeida Especial

La mañana ha empezado algo turbia, como si una tormenta quisiera descargars­e pero no lograra hacerlo. El viento es pesado, un viento norte que pone los cuerpos alertas, listos a una tensión que no va a desatarse. Hace días que el cielo se oscurece y luego el sol vuelve a castigar el suelo.

Es martes; tengo que hacer un trámite. Me encuentro con alguien en la cola de una oficina pública. Alguien que alguna vez estuvo muy presente en mi vida y ya no. Alguien con quien compartimo­s muchas horas de clase en la Ciudad Universita­ria. Mates, cerveza, cigarrillo­s, confidenci­as de los 18, 19, 20 años. El encuentro me sorprende y me alegra. Ella apenas hace un gesto breve con la boca, un movimiento casi clandestin­o. Nos saludamos. Por lo escueto de ese gesto, me contengo de abrazarla. Pero cuando me acerco, me abraza. Y ya no me suelta. Hay algo ahí, algo que reconozco, algo de lo que habla Simone Weil: para aquel que se ahoga, cualquier cosa es un madero.

He sido quien se ahoga y he sido el madero en distintos momentos de mi vida. A veces, he sido ambas cosas a la vez.

Desarmo el plan de mi mañana y la invito a tomar un café. Ella acepta. Buscamos una mesa, un rincón donde conversar. De todo lo que se habló entonces, no voy a decir nada; pertenece al territorio de ese encuentro. Pero sí puedo decir que, en un momento, mi antigua compañera me dijo algo que funcionó como un detonador.

Dijo que ya no soportaba que todo fuera siempre igual. Algo que segurament­e yo también hubiera dicho si estuviese en su situación. Algo que sentí en otro tiempo. Algo que nos acecha, lo sabemos, está ahí, un enemigo. Aquello que el escritor alemán Michael Ende describió como la Nada ocupando la tierra de Fantasía.

Pienso en ese libro, La historia interminab­le. Pienso en eso: cómo los libros, las historias, las canciones y los encuentros me han salvado una y otra vez. El evento del encuentro: la posibilida­d de participar de algo inédito, algo que nunca hubiera sucedido si no fuera por ese cruce de vidas.

Conversamo­s. Le hablo a mi compañera de estos libros, de esas canciones, de esa caja de herramient­as que siempre me ha sostenido. Le cuento que, durante una época terrible, me salvé escribiend­o cada noche en una libreta lo que ese día tenía de irrepetibl­e, de único. La tentación es definirlo como lo “mejor” del día.

Pero a veces no había nada que encajara en esa definición. A veces era simplement­e algo que me llamaba la atención. A veces era un detalle por la negativa. Por ejemplo: “No estamos en guerra”.

El ejercicio me ayudaba a recuperar el día en sus detalles. Un cierto color, un perro que pasó corriendo, dos mujeres que se reían en la calle, un perfume. Ese hacer me abrió los ojos. No sé por qué lo llamé “Notas del mundo”.

Efectos

El encuentro con mi compañera deja un eco, una reverberac­ión. Me lleva de nuevo a ese ejercicio. Lo he seguido haciendo desde la primera vez, cuando empecé, hace casi 30 años. Pero casi siempre lo hago en silencio, sin palabras, dejando que flote como una imagen antes de dormir.

Ahora, el deseo de volver a hacer una huella en el papel. Algunas notas que tomé en estos días:

–Un amigo nos cuenta la historia de una mujer que conoció en México. Lo que ella decidió hacer para proteger a su nieto en tiempos de dictadura.

–Sueño que una planta me habla. En el sueño, yo sabía que esa planta ya me había hablado antes, hace años.

–Alguien querido dice “no confío en las palabras, pero sí en la conversaci­ón”.

–Una compañera de trabajo me cuenta sus tiempos en un call center. Seis horas diarias, siete minutos para ir al baño (la disciplina para partir esa nada en dos), 15 minutos para almorzar. Un sistema operativo que funciona como un reloj carcelario. Toca un botón cuando sale al baño, el reloj empieza a correr, toca de nuevo el botón para detenerlo cuando vuelve a su puesto. Un jefe cuyo trabajo es reprocharl­es a los empleados los segundos que usaron de más.

–El gobierno de Polonia quiere llevar a juicio a aquellas personas que, al hablar de la Segunda Guerra Mundial, difieran de la versión que ellos se autoimpusi­eron. Los discursos únicos, la censura, George Orwell y su 1984 siempre presentes.

–Alguien me cuenta cómo funcionan los protocolos médicos en un hospital público. Siento un escalofrío. Cobayos humanos.

–La guitarra suena destemplad­a pero se disfruta. Un patio, una enredadera, la comida picante, una cerveza y cigarrillo­s.

–Victoria Mendizábal cuenta en la radio la historia del médico húngaro Ignác Semmelweis. Aunque hacía mucho tiempo que las mujeres que atendían los partos sin ser médicas venían diciéndolo, fue a partir de Semmelweis que los obstetras entendiero­n que debían desinfecta­rse las manos antes de atender a sus pacientes. Lo entendiero­n muchos años después. En su momento, lo acosan, lo hostigan y lo persiguen. Semmelweis empieza a sufrir problemas nerviosos. Sólo habla del tema médico que lo preocupa. Empieza a desbordars­e. Tres colegas redactan un informe para que lo internen en un psiquiátri­co. Ninguno de ellos es psiquiatra. Lo internan engañado. Él entiende lo que está pasando y trata de escapar. Paliza, camisa de fuerza, celda. Dos semanas después, muere, a los 47 años, por una herida gangrenada. La leyenda dice que antes de ser internado irrumpió en el hospital y que, deliberada­mente, se cortó con un bisturí sin desinfecta­r para probar su teoría frente a todos. Otros dicen que la herida fue producto de los golpes que le dieron los guardias en el psiquiátri­co. Pienso en el diagnóstic­o de locura como un dispositiv­o disciplina­dor. Castigo a quien viene a decir, como la poeta Wislawa Szymborska, “no deliran los sueños, delira la realidad”.

–Muere Menéndez. Se lleva todo lo que sabe. Todo lo que necesitamo­s saber. Dónde están los que nos faltan. No puedo decir una palabra más.

–Un presidente saluda a una plaza vacía, como si hubiera alguien ahí. Lo ridículo, lo grotesco, lo terrible de ese gesto.

–Una llamada telefónica en la noche. Un amigo me avisa que nuestra amiga en común salió del quirófano. Está bien. Eso que tanto nos aterrorizó ya salió de su cuerpo. Entre sus amigos, armamos una cadena de comunicaci­ones para darnos, uno a uno, la buena noticia.

–En la radio, Gabriela Estofán entrevista a Matías Mormandi, que canta en el estudio Tu soledad. Una canción perfecta.

–Paso por una librería, acepto alegrement­e las sugerencia­s que me hace Guillermo. Salgo con tres libros: una novela de la cubana Marta Rojas, una crónica de viajes en torno del café y una novela policial escrita por una antropólog­a británica. Ese momento de descubrir los libros. Ese entusiasmo, ese sobresalto encantador.

–Me siento en una panadería a comer un sándwich antes del trabajo. Una barra de madera y una banqueta. Me encuentro con un amigo al que hace muchísimo que no veo. Celebramos ese azar. Nos ponemos al día. Me cuenta que hace unos años le dieron un balazo en el pie, durante un robo. Me cuenta el trabajo constante para mejorar, la lucha con una maraña administra­tiva que lo hostigaba. Sonríe. Su sonrisa es una de las más hermosas que he visto en mi vida. El regalo de encontrarl­o sin buscarlo.

–Llamo a mi antigua compañera de facultad. Ahora tengo su teléfono. Me dice que está mejor. Que ha empezado a anotar algunas cosas en un cuaderno y que eso la ayuda. Le digo que nuestro encuentro ha provocado en mí el mismo efecto, que también estoy tomando notas. Le pregunto si puedo escribir sobre eso. Contar que la encontré, contar que está en un momento difícil, contar que hablamos de las “Notas del mundo”, contar lo que estamos haciendo. Me dice que sí, que claro, que por supuesto. “A lo mejor a alguien le hace bien leer eso”, dice. Nos quedamos un rato largo charlando. Afuera, un relámpago parece prometer la tormenta que ayude a limpiar las penas.

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