La Voz del Interior

Héctor, un testigo del auge y la caída

- Tomás Vázquez tvazquez@lavozdelin­terior.com.ar

“El ferrocarri­l era el símbolo del progreso, y con los trenes nosotros hemos llevado ese progreso a los confines de la Patria. Llevamos hasta agua”, expresa acongojado Héctor López, quien en 1952 ingresó a Ferrocarri­les Argentinos.

Héctor, de 88 años, vivió la gloría y el derrumbe del sistema ferroviari­o, y si bien sueña con volver a ver a las locomotora­s pasando frente a su casa, a metros de la estación Ucacha, piensa que es casi imposible.

Su vida dedicada a los rieles se inició en Santa Victoria, localidad desapareci­da del sur de la provincia, pegada a Chazón, en la ruta provincial 4. Desde allí peregrinó durante dos años por lugares a los que concurría por días o semanas, hasta que finalmente le dieron a elegir destinos para radicarse.

Sin conocimien­to previo, puso el dedo en Las Palmeras, Santa Fe, cerca del límite con Córdoba y Santiago del Estero. Allí conoció la maquina diésel, con la que cargaba cerca de 4.500 cabezas de ganado al mes. “Esa fue la época de la revolución grande –la dictadura del ’55–. Tuvimos que trabajar una semana con la luz apagada porque decían que había riesgos de bombardeo. Mirá si iban a bombardear a un pueblito así”, recuerda.

Pese a sus casi 90 años, Héctor camina por las vías con la ductilidad de un niño. Sube y baja los andenes de la estación.

Vuelve a hablar de las amenazas de bombardeo y recuerda que incluso en ese momento fue despedido por teléfono. Se ríe a carcajadas, un poco por el recuerdo, y otro poco porque finalmente no prosperó. “A los cinco o seis días de la revolución llamaron desde Rosario y preguntaro­n quiénes habían tenido participac­ión en alguna unidad básica. Si habré sido pavo que dije que yo había estado en un comité de Santa Victoria. Ahí nomás me dijeron que desde ese momento me considerar­a despedido. Fui a Gálvez, donde era la central, expliqué todo y me dijeron que me quede tranquilo”, agrega.

Luego de ese momento de incertidum­bre, en 1956 consiguió una vacante en Ucacha, donde permanecer­ía hasta diciembre de 1990, cuando ya sin gente trabajando tuvo que poner llave y cerrar la estación. “Pasás una vida en un oficio y lo querés, y a uno le duele verlo todo abandonado”, añade.

Las vías tapadas de tierra son para Héctor un símbolo de un progreso que ya no se va a dar más. Lo desea, pero no se anima a apostar por un tren que vuelva a los confines de la Argentina.

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(LA VOZ) Nostalgia. Héctor recuerda con cariño sus años como ferroviari­o.

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