La pintura como destino de nueve mujeres
Nueve artistas abren sus proyectos individuales en “La pintura o el olvido de sí” que propone el Museo de las Mujeres. Las expositoras son de distintas generaciones, con diversas trayectorias y estéticas.
Entre remansos y erupciones se mueve el caudal que inspira la muestra “Pintar o el olvido de sí”, nueve propuestas individuales que van asomando en un recorrido por las salas del Museo de las Mujeres (Rivera Indarte 55). La suma de las partes es una celebración de la práctica artística que sigue interpelando a la pintura, una práctica plena de singularidades poéticas, escribe Mariana Robles. A través de sus textos, esta poeta y artista puede considerarse la 10ª integrante de la entrega. La pintura, “poderosa como un rayo”, sostiene Robles, es también “el espejo insistente, que expande una voz furiosa”.
Un conjunto de retratos se acumula con ímpetu rodeando la gran sala central del museo en Esta creo ser yo, presentación de la artista Dolores Cabanillas. Entre una secuencia mayor y otra menor de pinturas, se cuela un pequeño e inusual objeto. Allí donde “el trazo potente desborda lo dado y agrieta la serena tierra”, como analiza Robles, hablan los rostros de Cabanillas liberados en pura gestualidad: bocas gruesas, y ojos saltones que miran de frente, el gozo de la pintura.
A su lado, y en contraste absoluto, una quietud zen de apodera de Sala de té, la obra de Mónica Ostchega. “Pintar para ella es destejer hilvanes de fuerzas invisibles”, sugiere Robles sobre esta instalación que por momentos pone en horizontal a la pintura. La artista busca movilizar al espectador. En ese escenario despojado, sostiene, el color vibra servido a su gusto en una mesa. Propone este simulacro de la acción ritual del té para despertar sentidos y emociones, para modificar su postura corporal, espiritual y de pensamiento. Y, desde ahí, “preguntarnos por la pintura hoy”.
También Julia Romano descoloca la convención en Jardines en la mirada, un paisaje vertical alucinado que viene de su extensa investigación centrada en la belleza y en las intersecciones entre lo natural y lo creado. Como una cascada, la artista hace realidad su propia versión de un paisaje, en este caso a través de una instalación del suelo al techo, para mostrar cómo un mismo territorio, con cada nueva mirada, puede transmitir un paisaje distinto.
Otra construcción de lo real es el camino que elige Sofía Culzoni en sus Analogías espaciales. La artista trabaja en la descomposición del espacio geográfico y, para ello, vincula su obra a los elementos básicos de la pintura: color, plano y superficie. Sofía bebe de las aguas de la abstracción geométrica y sus obras monocromas respiran además cierto aire de la pintura metafísica en sus “falsas perspectivas” y los juegos visuales que propone “a través de la confluencia de las formas”.
Paisajes
También para Valentina Ávila hay un Paisaje personal, sólo que, en su caso, este hunde sus raíces en fotografías de viajes de sus padres por distintas geografías, como un modo de retornar al origen. A través de una pintura mural de gran tamaño, elabora su propio “segmento de recuerdo”, en un camino que va de la fotografía como documento o referente a su pintura. Valentina no busca la similitud con la foto, sino crear una imagen a partir de otra, en un cruce entre abstracción y realismo.
Daiana Martinello, por su parte, exhibe las obras de la serie Luz doble relato, a las que la artista define como silenciosas, atmosféricas, casi como escenarios teatrales. La densidad de la luz del sol que ingresa en cada imagen define las sombras y penetra en todos los espacios (“El reflejo traza un camino entre los objetos y los árboles, las cortinas y el viento”, señala Robles). La temperatura de estas obras aleja cualquier intento de definición, y vuelve todo sensualidad.
Carnavales, de Julia González Arana, trae a la muestra escenas inspiradas en las culturas precolombinas. Sus pinturas se presentan a la manera de un mosaico mestizo, “como un viaje de color al ritual de imágenes paganas de dioses, diablos y ofrendas con simbolismos de un festejo que ya es parte de la religión”. Para Robles, estas obras descifran el mundo “desde la óptica maravillosa de un niño o un pájaro”.
Seres vivos
Las flores habitan las pinturas de Monserrat González Arana desde una mirada que engaña a la convención, en Las cosas y sus reflejos tiemblan. Para ella, todo ser vivo cumple en la tierra un ciclo y las flores no escapan a él. Entonces, la artista decide extraer de ellas ese “breve tiempo de tersura, frescura, vivacidad y seducción del cual son dueñas”, sabiendo que el ser humano sucumbirá ante su belleza.
Al final del recorrido, Biografía en movimiento, de Agustina Sirvent, despliega una puesta analítica, de repeticiones y comparaciones. La artista entiende la pintura como acto y “objeto de arte logrado”. Sostiene el oficio de pintar a fin de explorar cuestiones ligadas a las fronteras del arte y la pintura. Lo suyo es la pintura como investigación.