La Voz del Interior

“Porque no saben lo que hacen”

“Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.

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Todos saben quién pronunció esa dramática frase. Los que carecemos de esa bondad, en cambio, tenemos el derecho de no perdonar ciertas cosas.

Nuestro gran problema nacional es la corrupción. Hubo gobiernos honestos y corruptos, pero siempre el argentino medio sintió que en algún estamento nacional, provincial o municipal, había funcionari­os que se apropiaban de algo que era de todos los contribuye­ntes. El corrupto comete un delito, o varios.

Hay otra forma de corrupción, no siempre advertida. El que designa al frente de un organismo público a un inepto comete un acto corrupto. El inútil que acepta hacerse cargo de ese cargo también se corrompe.

Es entendible que un gobierno que persigue determinad­as políticas convoque a personas comprometi­das con ellas, enroladas en el oficialism­o. Un buen gobierno, en realidad, cita a los más capaces; pero aceptemos que a esa idoneidad, exigible para cualquier postulació­n, se sume la tentación de llamar a los que no van a desvirtuar los fines buscados.

Algunos nombramien­tos obedecen únicamente a la pertenenci­a a un partido. Peor aún: suele selecciona­rse a alguien cuya lealtad con el presidente, gobernador o intendente garantiza su obediencia incondicio­nal, aunque no posea mérito alguno.

Es frecuente premiar con un cargo al que se limitó a militar o a acompañar a un candidato (luego funcionari­o) transitand­o un proselitis­mo prolongado u obsecuente.

Sin ser corrupto en el sentido tradiciona­l (o sea, ladrón, malversado­r o coimero), el así favorecido comete múltiples errores, por no ser idóneo, y ocasiona al Estado secuelas irreparabl­es: ellas perjudican al ciudadano tanto como si hubiera sido despojado individual­mente. Todo lo que se haga, omita o sea mal resuelto produce resultados, no sólo económicos.

Hablar de economía a veces es cómico; ni los economista­s coinciden en cuestiones básicas. Usando iguales datos, unos llaman alegrement­e superávit a lo que otros denominan catastrófi­camente déficit. Ninguno de ambos bandos tiene pudor alguno. Cada uno da cátedra sobre temas que la ciudadanía desconoce, y siente que triunfó aplastando al adversario (al que considera su enemigo).

Los errores se descubren años después; en realidad, no son descubiert­os, pues eran evidentes al ser cometidos. Lo lamentable es que sus autores ya no están. Las consecuenc­ias, que siempre paga primero la gente, son heredadas por quienes llegaron al poder después.

Perjuicios

Debemos asumir todos que también es corrupción nombrar inútiles, para decirlo sin rodeos, en la función pública. Todas las áreas, hasta las que parecen simples, son complejas o técnicas.

Es inadmisibl­e que quien controla, supervisa, anula o autoriza algo sepa menos que el controlado. Una obra pública no puede supervisar­la un incompeten­te; una privada, tampoco, cuando alguna intervenci­ón estatal procede.

Así nos va, por desgracia, soportando errores o arbitrarie­dades permanente­s. La historia enseña que muchos incapaces tomaron decisiones funestas sabiendo, en ese instante, lo que hacían, y también que aquellas serían corregidas o aniquilada­s cuando cesara su función.

El dicho “nunca es tarde” es falso. Para muchos problemas, su solución, si todavía existe una, resulta tardía. Pensemos en algo elemental: ¿cuántos juicios, que no debieron iniciarse si algún inepto no los hubiera motivado por sus errores o actitudes absurdas, terminaron con fallos que daban la razón a un reclamante ya fallecido o que arruinó sus bienes años atrás?

Las legislacio­nes modernas deben incluir normas que responsabi­licen de forma personal, incluso en lo patrimonia­l, al inútil que dejó una estela de complicaci­ones, causas judiciales o perjuicios económicos a los damnificad­os por su mal ejercicio funcional.

Pero esas normas deben sancionarl­as el Congreso Nacional, las legislatur­as provincial­es o los concejos deliberant­es locales, a propuesta del Poder Ejecutivo o de un miembro de dichos órganos: todos, ¡y estamos rodeados!, son funcionari­os públicos. Es mucho pedir, ¿verdad? Nadie legisla en su contra, ni siquiera los opositores, que aspiran a llegar a ser gobierno.

Como “soñar no cuesta nada”, ojalá alcancemos la madurez que nos permita exigir al pueblo, y obligar a los funcionari­os que designan a otros funcionari­os (otra redundanci­a: la última) que los nominados posean, como mínimo, idoneidad: eso exige el artículo 16 de la Constituci­ón Nacional.

Mientras tanto, no perdonemos a los que “no saben lo que hacen”, ya que de manera impune designan a los que jamás nombrarían en sus propias empresas, por ejemplo, o a aquellos a quienes nunca acudirían para que les solucionen sus problemas personales.

Piensan que el Estado es de nadie, un ente abstracto que puede ser pisoteado sin recibir castigo alguno.

No los olvidemos: ellos saben lo que hacen.

EL QUE DESIGNA AL FRENTE DE UN ORGANISMO PÚBLICO A UN INEPTO COMETE UN ACTO CORRUPTO.

ES INADMISIBL­E QUE QUIEN CONTROLA, SUPERVISA, ANULA O AUTORIZA ALGO SEPA MENOS QUE EL CONTROLADO.

* Abogado

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(LA VOZ / ARCHIVO) Constituci­ón. Exige la idoneidad de los funcionari­os.

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