La Voz del Interior

Memorias de un exarquero que nunca fue arquero

Las aventuras en el puesto más ingrato del fútbol de alguien que nunca estuvo particular­mente dotado para evitar los goles, pero persistió bajo los tres palos hasta una lesión definitiva.

- Claudio Gleser cgleser@lavozdelin­terior.com.ar

De pronto, el traumatólo­go se puso serio. Se acomodó los lentes, frunció el ceño y chistó con la boca. Los segundos parecieron congelarse. Sabía cómo hacerlo. El muy maldito parecía disfrutar la situación.

Concentrad­o, leyó los resultados de la ecografía. Revisó las imágenes, releyó el estudio, volvió a mirar las fotos. Parecía disfrutar el tomarse todo el tiempo del mundo.

Por fin, respiró hondo y concluyó: “Sí... y no”. Se acomodó los lentes y retomó: “Sí, tenés un desgarro en el gemelo interno izquierdo. Y no… No vas a volver a jugar al fútbol en el corto plazo. Diría, más bien, que por mucho tiempo no vas a ver una pelota”.

El espectácul­o de mi rostro pálido lo llevó a tener un poco de humanidad. “Bueno, con fisioterap­ia, calmantes, mucha paciencia y un lento entrenamie­nto, podrás algún día volver a jugar”, sentenció.

Un gordito equipado

No sé qué habrá pensado el médico. Quizá se había imaginado que su paciente era un Oscar Córdoba, un “Mono” Navarro Montoya, un “Pato” Abbondanzi­eri, un “Loco” Gatti. El doctor no tenía la menor idea.

Tampoco creo que hubiera servido hacerle notar que este, su paciente, era un mero gordito que, con más obstinació­n que talento, insistía en hacer de proyecto de guardapalo­s una vez por semana en un equipo de tipos más gordos que él.

Eso sí, un gordito bien enfundado en coloridas casacas y shorts dry fit que prolijamen­te hacían juego con medias y botines. Sin contar los guantes profesiona­les y los accesorios al tono. Una cosa es ser un arquero panzón con estilo y otra muy distinta es no tenerlo.

Aquella mañana de 2016 quedó grabada. Primero, por el insoportab­le dolor que afloraba como fuego desde lo más profundo del muslo izquierdo. Segundo, porque no podía volver a atajar (en realidad, hacer que atajaba).

“Chau, se acabó el verso: no atajaré más”, me dije al salir de la clínica.

Dos años después, a la distancia, veo todo como un alivio supremo. Basta de mentirles a mis compañeros, a los rivales, al árbitro, a mi familia y... a mí.

Esa fue mi despedida, el acabóse, el pitazo final. Aquella consulta médica fue la conclusión de una carrera futbolísti­ca que, en realidad, nunca había empezado. Fue el catastrófi­co fin de una, por cierto, catastrófi­ca carrera de arquero. Si algo caracteriz­a a los de nuestro tipo, que nos contamos de a cientos, es que somos exarqueros ya de nacimiento.

Fusilamien­to

Aquel desgarro (perdón, el maldito desgarro) fue producto de un torneo de fútbol de periodista­s. La lesión fue consecuenc­ia de la estúpida intención de evitar el

10° gol en contra.

Sí. Aquel maldito sábado perdimos por 9 a

0. Uno tras otro. Para peor, cada gol fue mejor que el anterior. Las pelotas entraron por todos lados: por arriba, por abajo, de caño, de rebote, de tiro libre, de media distancia, de corta distancia. Además, los rivales estaban emperrados en tocar la pelota entre todos, con pases y más pases, antes de fusilarme. 9 a

0; aún perdura mi pesadilla.

Nuestro equipo fue una sombra, y lo mío, algo espectral. Era un fantasma. Era como tener el arco vacío.

Íbamos por la mitad del partido cuando el

“10” de ellos –incansable, el perverso– se vino encima a toda máquina. Justo cuando estaba por sacar su sablazo, le crucé la pierna. No recuerdo adónde fue a parar el balón. Las imágenes que se vienen (mi cuerpo se paraliza al recordar) son su botín y una canillera volando, tras el patadón que me dio. Piadoso, el árbitro dio por terminado el partido y me ayudó a salir de la cancha con la pierna rota, mientras los otros festejaban endiablado­s.

“Clemente”

Desde entonces, guardo mis remeras de (ex) arquero. Todas tienen el número 22 o el 12 y el apodo “Clemente” estampados en la espalda. Camisetas que yacen junto a shorts, medias y guantes de distintos colores. Uno puede ser impresenta­ble al arco, pero falto de estilo... jamás.

“Clemente” fue el impiadoso apodo impuesto por mi amigo Miguel “el Tubo” Durán. Él, maestro del periodismo, supo ver mis condicione­s futbolísti­cas, y una noche de tercer tiempo sentenció: “¡Tenemos a ‘Clemente’, el arquero sin manos!”.

Su sentencia se produjo tras un partido de otro torneo en el que me comí 12 goles en una misma noche. Y en un mismo arco. Doce goles que fueron convertido­s una semana después de otro match en el cual también tuve que ir una docena de veces a buscar la pelota al fondo del arco.

Cómo olvidar aquellos vestuarios de fracasos. Cómo olvidar que, mientras todos se cambiaban en silencio, yo me sacaba mis bellísimos conjuntos deportivos y desataba las vendas (si vamos a hacer de jugadores, hay que usar vendas) y les decía a mis compañeros: “Ok, gástenme. Eso sí, hay que tener aguante para quedarse en el arco sin huir, mientras los goles siguen uno tras otro. Cualquiera pide cambio, inventa una lesión y raja a casa”.

Nunca nadie respondía. Viéndolo a la distancia, supongo que deben haber deseado profundame­nte que me volatiliza­ra. Sin embargo, buenos tipos, jamás me corrieron ni pidieron cambio. Estoicos, bancaron a su “Clemente” al arco.

Preguntas con respuesta

–¿Nunca te probaste en un club? –quiso saber mi por entonces psicóloga.

Jamás. Al arco lo amé siempre, desde niño, pero jamás me atreví ir a un club. A diferencia de mi primo Luis “el Mono” Gleser, quien brilló en la Primera de Juniors y llegó a ser el tercer arquero de Boca, lo mío fue nada. Nada. Una sombra. Uno debe conocer sus limitacion­es.

En rigor de verdad, el deporte jamás fue lo mío. Jamás de los jamases. Tanto es así que, siguiendo el camino de mi hermano Sergio, quien jugaba al rugby en Universita­rio, fui allí a probarme. Bastaron un par de tackles para que no pisara nunca más.

–¿Y en el colegio? –inquirió la terapeuta. Recuerdo un lunes de marzo en el Manuel Belgrano. Primer año, doble turno. Todos nuevitos. Nos tratábamos por el apellido. Cero confianza.

Había que armar equipo para jugar contra otro curso. Nunca entenderé por qué dejaron que fuera capitán. Armé el equipo como si supiera y me puse al arco. A los tres goles en contra, ya había sido eyectado de la valla. Creo que de la cancha también.

Los años fueron pasando en el secundario. La confianza era otra. Ahí aprendí lo que era tener la 22 en la espalda: el banco, siempre ir al banco, y esperar por si algún maldito día se lesionaba el arquero titular.

La cosa es que en los distintos partidos –ya sea de clase o en las tradiciona­les olimpíadas– siempre terminé viendo el juego desde afuera. Eso sí, insultando y opinando como todos.

Una vez, vaya a saber por qué, mis cumpas me dieron una oportunida­d como “1”. Durante días probamos de todo: penales, tiros libres, jugadas preparadas, salir jugando, pegarle con pierna cambiada, cortar córneres, volada a brazo cambiado… Hasta que llegó el debut.

Aún recuerdo el buzo de arquero, las medias rayadas, los guantes blancos, la vincha a lo Vilas.

Los dos goles rivales llegaron en minutos: para peor, uno de caño. Otra vez, a ver el juego desde afuera.

Menos mal que nunca la terapeuta preguntó si alguna vez hice un gol. Le hubiera tenido que contar que goles en contra me hice varios, y que el único legítimo, ya en arco rival, fue de penal, pero lo anularon. Cuando volví a patear, el arquero rival adivinó el palo.

Dejen de volar

Lo lindo de ser exarquero es ponerte las manos en la cintura y criticar los goles de Messi, la Premier League o de la Superliga. Es hermoso sentenciar que los golazos no serían tan golazos si los arqueros dejaran de volar de manera aparatosa como Superman cuando va al ángulo.

El arquero debe quedarse paradito, mirando cómo entra el esférico y luego pedir offside, renegar o mirar al horizonte. Punto. Se llama dignidad. No hay que darle más mérito al delantero que lo necesario.

Eso sí, no sé por qué siempre que digo estas cosas quedo hablando solo.

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