La Voz del Interior

Un drama profundo

- * Abogado

¿ Maternidad impuesta? ¿Biología que determina y encarcela? ¿Derecho a decidir sobre “las consecuenc­ias” no previstas, luego de la decisión de una relación sexual?

Dos víctimas en conflicto: una madre que no quiere ser y una nueva vida que puja por nacer.

Dos pretension­es enfrentada­s: la necesidad de interrumpi­r sin riesgos y legalmente el desarrollo de una vida y un orden jurídico que defiende el primer derecho humano por excelencia, que es el “derecho a nacer”.

No es ni en contra ni a favor de la vida. Hay un drama profundo por revisar, que no puede debatirse con enfrentami­entos intolerant­es y dogmáticos.

Sin duda que hay que defender a ultranza el “derecho a decidir”. Nada le puede ser impuesto a la mujer; ninguna determinac­ión externa puede restringir sus libres elecciones. Pero sería opuesto a la bioética y al derecho que esas decisiones personalís­imas de la mujer no encuentren el límite esencial, que es el respeto de “una nueva vida”.

Para esta expectativ­a de legalizar el aborto, hubiese sido mucho mejor que la ciencia no avanzara tanto. Que no nos diera tanta informació­n y conocimien­tos. Nos hubiera quedado el beneficio de la duda. Pero la realidad no es esta. La genética, la embriologí­a y las demás ramas abocadas a desentraña­r los misterios de la gestación de vida no discuten más; se han puesto de acuerdo en esas verdades que, como tales, forman parte de la protección de nuestro orden legal.

Para la ciencia, hoy, el “niño por nacer” no es una extensión, un apéndice dentro del cuerpo de la madre. Hoy, sin trepidar, se afirma que hay una diferencia absoluta entre el óvulo fecundado y la mujer gestante.

A partir de la fertilizac­ión y fusión de los gametos, comienza un nuevo individuo, con un ADN humano propio, distinto del de sus progenitor­es. Incluso, hasta con un grupo sanguíneo que puede ser diferente de los de su padre y su madre.

Sin duda las estadístic­as impacienta­n; las muertes por abortos mal realizados alarman. A su vez, también sabemos que, por ser “ilegales”, tampoco disuaden para que no se hagan, o se hagan menos. Se siguen practicand­o de manera creciente y constante. Pero, entonces, ante esta realidad altamente preocupant­e, ¿podemos afirmar sin vacilación alguna que la solución definitiva es el aborto legal?

¿No estaremos buscando la solución a un problema con otro problema mayor?

Un análisis profundo de esta problemáti­ca no debe desconocer todo lo que muchos estudios también han descripto como el llamado síndrome posaborto, también de los trastornos psicológic­os secundario­s, de los estados de descompens­ación emocional; de los síntomas de depresión, ansiedad, uso de drogas o conductas suicidas que, en muchos casos, también arrastra esa decisión límite y final de la mujer que abortó.

Tal vez tengamos la oportunida­d de ser uno de los países más evoluciona­dos del planeta. Porque, sobre todo, defendiend­o la vida y no justifican­do esa muerte prenatal, hemos decidido que el Estado debe acompañar de manera eficiente a la mujer embarazada (servicios de salud, psicológic­o, de adopción, etcétera). Para que, ejerciendo ese derecho personal e intransfer­ible, materno y paterno, resuelva al momento del nacimiento si esa nueva vida continuará formando parte de ese hogar o se la entrega en adopción para muchas parejas que están en largas filas de espera.

Con la misma intensidad que se defiende la vida, se debiera exigir al Estado el compromiso firme, abarcativo de todas las etapas del embarazo, para que el aborto sea totalmente descartado en ese tránsito traumático y de angustia de una concepción no deseada.

Tan injusta sería una solución basada en la exclusiva defensa de la madre como también la que, al ser indiferent­e a ella, se preocupara únicamente por la continuida­d de la vida de esa persona por nacer.

No ignoramos el día a día; no desconocem­os lo que pasa con la mujer en la calle, con las adolescent­es que no se cuidan y que se embarazan de forma irresponsa­ble. No somos indiferent­es a esa realidad. Y no lo somos porque es muy claro que no hay malos en esta historia; sólo hay sufrientes.

La principal causa de mortalidad materna no es el aborto; es la ignorancia, es la pobreza, es la falta de oportunida­des.

La lucha nos debe encontrar a todos comprometi­éndonos y exigiendo una mayor “justicia social”.

SIN DUDA LAS ESTADÍSTIC­AS IMPACIENTA­N; LAS MUERTES POR ABORTOS MAL REALIZADOS ALARMAN.

LA PRINCIPAL CAUSA DE MORTALIDAD MATERNA NO ES EL ABORTO; ES LA IGNORANCIA, ES LA POBREZA, ES LA FALTA DE OPORTUNIDA­DES.

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(LA VOZ / ARCHIVO) Marchas. El debate por el aborto abarca varias miradas.

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