La Voz del Interior

Crecer sin hermanos

- Enrique Orschanski* Pensar la infancia

Atardece en el parque. Familias en torno del mate, amigos que pasean, chicas que posan para selfies y hasta los inefables solitarios absortos en su libro decoran cada rincón.

Los chicos prolongan sus juegos, mientras la luz y los reclamos paternos se lo permiten. Son muchos y despliegan lo usual: preocupar a los padres, desapareci­endo y apareciend­o de su vista.

Sentados bajo una sombra, los padres de Nico insisten en que “busque otros chicos, que se anime, que para eso vinieron”, pero el niño sigue haciendo círculos pequeños con su bicicleta, sin alejarse demasiado.

De pronto, una frenada lo cubre de polvo. Es Ramiro, desconocid­o hasta entonces, que llegó resuelto a proponer amistad.

–¿Venís a pedalear? –pregunta directo. Inmóvil, Nico mira a sus padres.

–Por acá nomás, y con mis hermanos –aclara, sonriendo.

La madre lo anima con la cabeza. Sin más, parten en busca de los “mayores”.

El cuarteto elige un circuito fácil y se entregan al pedaleo como obliga la edad: con furia y sin usar el asiento.

A la cuarta vuelta, Nico y Ramiro se cansan; tiran las bicis y eligen un sitio con pasto.

–¿Cómo es tener hermanos? –dispara Nico, sin perder tiempo.

–Maso. Te molestan, se burlan, tenés que compartirl­es todo; y yo siempre “tengo la culpa”. ¿Por qué? ¿Vos no tenés hermanos?

–No, mis viejos no pudieron; o no quisieron, no sé.

–¿Y qué tal es?

–¿Dos padres y cuatro abuelos pendientes de lo que hacés, preguntánd­ote todo el día cómo estás y repitiendo lo importante que sos para ellos? Un plomazo. –Pero nadie te molesta. –Pero nadie te acompaña. –Seguro que cuando hay pollo podés elegir la pata.

–Y cuando hay verduras, no tengo salida.

–Yo quisiera dormir solo.

–Y yo, compartir el cuarto. –Tendrías que ver el quilombo que es el nuestro. Por supuesto, para mí la cucheta. Arriba.

–¡Pero por lo menos hablan entre ustedes! Mi casa es muy… silenciosa.

–Vení a la mía a la hora del baño, con un solo termotanqu­e; todos gritamos “canté pri” al mismo tiempo y terminamos a las piñas.

–Dichoso. –Volvamos a pedalear. ¿Me prestás tu bici?

–Dale, no la voy a romper… –Mmm... bueno.

–Se nota que vivís solo. ¿Querés venir a casa algún día? –Tengo que preguntar.

–Yo nunca pregunto. Cuando voy a casa de amigos, mis viejos se ponen chochos. Dale, cambiemos de bici. ¡Tenés zapatillas nuevas!

–¿Las tuyas no?

–Soy el tercero; siempre uso ropa heredada. A vos seguro que te regalan todo.

–No, mis viejos dicen que no quieren un “hijo único caprichoso”.

–¿Primos, tenés? –Grandes, están en otra… Cuando era chico, me inventé un hermano imaginario; era divertido... hasta nos peleábamos.

–¡Estás loco! Nosotros nos matamos en serio.

–Esperá, otra pregunta: ¿tus hermanos tienen novia?

–El más grande ¡y fuma! Lo vi en el baño del cole. No digas nada, porque me acogota.

–¡Mortal! Podés aprender de ellos; si chupan, si se drogan, si

LA TASA DE FECUNDIDAD EN ARGENTINA (HIJOS POR MUJER) SE REDUJO EN LOS ÚLTIMOS 60 AÑOS DE 5,2 A 2,1.

tienen sexo…

–¡Nooo, qué asco! ¡Yo no hablo con ellos de esas cosas!

–¿Y tus viejos hablan?

–A veces. Por ahora les prohíben todo: el pucho, el alcohol, las salidas. Yo escucho y saco apuntes; para después. –Es genial tener hermanos. –No sabés lo que decís. –Vos tampoco.

Según estadístic­as oficiales, la tasa de fecundidad en Argentina (número de hijos por mujer) se redujo en los últimos 60 años de 5,2 a 2,1.

Por distintas razones, en algunos conglomera­dos urbanos la tasa es menor de un hijo por mujer, lo que condiciona una nueva (inesperada) forma de soledad infantil: la de crecer sin (o con pocos) hermanos.

Curiosamen­te, en muchos casos el reparador acompañami­ento ocurre en las familias ensamblada­s –en la actualidad, la mayoría–, que aportan nuevos hermanos con los que coincidir u oponerse, pero que, inexorable­mente, enseñan a lidiar con las relaciones que vendrán.

* Pediatra

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