El Bafici, donde siempre se imponen las películas
Los cordobeses se destacan en esta edición, pero todos hablan de “La f lor”, de 14 horas. Un recorrido por el festival que celebra 20 años y ha ofrecido algunas piezas exquisitas.
Si nos dejamos encandilar por el aura de los aniversarios y las cifras redondas, no sería esta una edición ordinaria del festival de cine de Buenos Aires (Bafici). Considerando que llegó a 20 ediciones consecutivas, resulta aberrante que el spot institucional (antaño encargado a directores como Cohn y Duprat en 2014) sea tan genérico y publicitario, en las antípodas de lo que ofrece la programación. “Historias que nos pasan a vos y a vos... vení, festejemos juntos”, dice un locutor eufórico, como si sus interlocutores fuesen un grupo de egresados.
Superado este mal trago que deberá verse una y otra vez, se imponen las películas. Y, como en cualquier festival, la calidad es oscilante. Quizás haya algo exagerado en la cantidad de secciones en competencia (seis), y eso conlleve a un desorden de los hilos conductores. Las películas de la competencia Vanguardia y Género, por ejemplo, parecen el purgatorio de lo inclasificable, obras que no se ganaron su lugar en las competencias gravitacionales (la internacional y la argentina), pero que tampoco fueron desterradas a secciones paralelas.
En esta misma competencia pudieron verse absolutos bochornos como la argentina Te quiero tanto que no sé, de Lautaro García Candela (un trabajo práctico que emula a Rejtman y a Moguillansky), o la ruidosa y efectista Luz, de Tilman Singer. A su vez, se abrieron paso pequeñas reliquias como Song of Granite, de Pat Collins, narcótica biopic sobre un cantante de folk irlandés filmada en blanco y negro, o la sobria y ominosa Gutland, de Govinda Van Maele.
Dentro de la competencia internacional, la obra desmesurada de Mariano Llinás, La flor, se convirtió en la charla de pasillo predilecta. ¿Cuántos resistieron sus 14 horas? No muchos, pero quienes superaron este desafío anabólicocognitivo aseguran estar ante una obra maestra del calibre de Historias
extraordinarias.
La película de Llinás presenta un dilema ético: ¿vale la pena ver una película que sofoca la posibilidad de ver otras? ¿No son los festivales la convivencia de múltiples miradas? Pero, por otro lado, ¿dónde, si no en el marco de un festival de cine, se podría proponer un visionado tan delirante? Mariano Llinás pone al cinéfilo en una encrucijada, lo incomoda o enamora.
Otras películas que apuestan al desborde temporal son The season of Evil, con 234 minutos, de Lav Diaz (para algunos, lo mejor del festival), o An Elephant Sitting Still, con 230 minutos, de Hu Bo, director chino que filmó esta única película y se suicidó.
El regreso de Albertina Carri a la ficción era uno de los más esperados. Esta realizadora imprescindible se había replegado en una misteriosa inactividad, conjurada en 2016 por el exótico documental Cuatreros. Con Las hijas del fuego, en competencia argentina, irrumpe como una bomba molotov. Jamás se había filmado el sexo de manera tan honesta, libre, descarada, con semejante lucidez política. Lejos de la provocación (aunque siempre hubo algo provocador en la genética de su cine), la puesta en escena del cuerpo femenino se convierte aquí en un manifiesto de empoderamiento pansexual.
Reflexiona cómo el goce debe ser representado en el cine, si es que el éxtasis admite algún tipo de representación. Una obra porno filosófica, apabullante y luminosa. Si no fuera por ciertos excesos poéticos de la voz en off, estaríamos ante una película perfecta, aunque la perfección tampoco sería un atributo coherente para la propuesta de Carri, más cercana a la abyección y a la desintegración de sentidos. No dejará a nadie indiferente.
Sorpresas y visitas
Una de las secciones que más curiosidad han despertado en la cinefilia es la de Trayectorias: allí desfilaron la última de Haneke, que esta vez descomprime la brutalidad de su puesta con logradas líneas de humor; la nueva del prolífico Hong Sang-Soo, que filma siguiendo la lógica de los espirales, o el insólito musical de Bruno Dumont, que narra la niñez y adolescencia de Juana de Arco como un musical punk.
La presencia de John Waters y de Philippe Garrel vienen siendo grandes inyecciones de entusiasmo para el festival. No sólo porque son monumentos vivientes, también han demostrado una generosidad y apertura pocas veces vista en el Bafici. Sentir la alegría de Waters durante su encuentro con Isabel Sarli, o escucharlo contar anécdotas sobre Pink Flamingo, son de esos regalos que el cinéfilo agradece con un silencio eterno.
Córdoba presente
Luego del boom que fue De caravana, el cine de Rosendo Ruiz tomó un camino amateur a conciencia. En competencia argentina se presenta lo que es sin dudas su mejor filme, Casa propia, con la actuación y coguión de Gustavo Almada. Aquí Rosendo Ruiz sorprende construyendo un personaje tan frágil como odioso, un antihéroe que oscila de la ternura al desprecio. Con un uso preciso de la música clásica, el relato va ganando consistencia existencial sin caer en el ridículo filosófico. Si en Decaravana uno se cuestionaba cierto usufructo localista, aquí Córdoba no es un escenario, sino el espacio de contención para una historia amarga y madura.
Algo similar puede decirse de Mochila de plomo, joven cineasta que dejó de ser una promesa para convertirse en un autor con presencia. Todo transcurre en Villa María a lo largo de un día, y se destaca la capacidad de filmar una comunidad y un lugar sin atropellar el corazón del relato: el perdón.
Inés Barrionuevo vuelve a demostrarnos su sensibilidad para los microclimas femeninos con su corto La prima sueca .Y una revelación cordobesa es el documental El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi: valiéndose de material casero en VHS, reconstruye la figura de su padre y en esta búsqueda deconstruye la institución de la familia.