La Voz del Interior

Una perla en el Manifiesto

- José Alejandro Consigli*

Este año tiene un contexto especial para los universita­rios y, en particular, para los cordobeses: en 2018 se recuerda el Centenario de la Reforma Universita­ria. El acontecimi­ento reformista ocurrió cuando despuntaba una naciente urbanizaci­ón con el consiguien­te ascenso social y el acceso de las clases medias a la educación superior.

Ello impactaba en las universida­des, que veían incrementa­r el número de ingresante­s, aunque en 1918 la totalidad de los alumnos de la Universida­d Nacional de Córdoba sumaba poco más de mil.

Estimulada­s por la Revolución Mejicana de 1910 y la Revolución Rusa de 1917, las incipiente­s agrupacion­es estudianti­les habían comenzado a plantear reivindica­ciones de tipo gremial y político. A esos acontecimi­entos internacio­nales se agregaba uno no menos determinan­te sucedido en Argentina: por primera vez se había elegido un presidente –Hipólito Yrigoyen– a través del sufragio universal, secreto y obligatori­o. El movimiento de la Reforma Universita­ria no fue ajeno a esa dinámica de cambios, antes bien fue una manifestac­ión más de ellos.

Uno de los principale­s objetivos del reformismo era terminar con el elitismo y con la abusiva jerarquiza­ción de las universida­des de Latinoamér­ica.

En los años posteriore­s, quienes adhirieron al movimiento reformista propusiero­n como soluciones para esos problemas algunas herramient­as como la autonomía universita­ria –recién reconocida explícitam­ente en la vigente Ley de Educación Superior del año 1995–, la gratuidad, la libertad de cátedra, el cogobierno de docentes, estudiante­s y egresados, etcétera.

“Verdad, belleza y bien”

Cuando se habla de la Reforma, se suelen citar casi siempre los mismos párrafos reivindica­torios y vibrantes del famoso Manifiesto Liminar, producto, quizá, del turbulento clima de aquella época. Pero hay otras líneas que constituye­n una perla humanista, muy distinta a la carga política y combativa de otras partes del Manifiesto. Dicen así: “El concepto de autoridad que correspond­e y acompaña a un director o a un maestro (...) no puede apoyarse en la fuerza de disciplina­s extrañas a la substancia misma de los estudios. La autoridad (...) no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando. Si no existe una vinculació­n espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y de consiguien­te infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden (...) En adelante, sólo podrán ser maestros de la futura República Universita­ria los verdaderos constructo­res de almas, los creadores de Verdad, de Belleza y de Bien”.

En esas palabras, late lo más genuino de la universida­d. Porque más allá de su forma de organizaci­ón, del modo de elección de autoridade­s, de si responde a un ideario confesiona­l o laicista, de si es paga o gratuita, una universida­d que se quiera llamar tal siempre necesitará de la profunda relación entre maestros y discípulos, unidos para buscar en conjunto las propiedade­s ínsitas a todo ser: la Verdad, la Belleza y la Bondad.

La función docente –empujada hacia abajo por la influencia de los rankings que sólo ponderan la función investigac­ión, arrinconad­a por la tecnología y asfixiada por la masividad– ha sido relegada a la hora de considerar la excelencia de una institució­n universita­ria. A lo que se agrega la capitis diminutio que le ocasiona la tendencia a nominar a los docentes como “trabajador­es de la educación”, demoliendo su pétrea esencia vocacional para dibujar en su reemplazo un boceto sindical.

La función docente –tal como está descripta en el Manifiesto– es vital para selecciona­r, jerarquiza­r, relacionar y dotar de sentido a la abrumadora cantidad de informació­n disponible hoy, de manera que los procesos formativos conduzcan a los estudiante­s a desarrolla­r competenci­as, habilidade­s y destrezas y, sobre todo, a actuar con responsabi­lidad y en búsqueda del bien común.

Los jóvenes reformista­s clamaban por verdaderos maestros, no autoritari­os, pero sí con autoridad, sin hacer distingos de sus ideas. Quizá este Centenario sea la ocasión adecuada para retomar ese pedido y transforma­rlo en realidad en cada una de las universida­des latinoamer­icanas.

* Rector Universida­d Blas Pascal

Los reformista­s bregaron por poner la Universida­d al servicio de la liberación de los pueblos de América, afianzar el laicismo y deconstrui­r la influencia clerical en la sociedad y la cultura. Y lograron instaurar la autonomía y el cogobierno, abolir los vetustos planes de estudios y reemplazar cátedras vitalicias por cátedras ocupadas por docentes electos por concurso.

El movimiento apuntó, en definitiva, a democratiz­ar la educación superior y a convertirl­a en un espacio eminenteme­nte popular, pluralista, gratuito y laico.

Dentro de un marco de reclamos inéditos a nivel internacio­nal, y de una lucha estudianti­l y social que le hace honor a nuestra Córdoba, Hipólito Yrigoyen terminó aceptando las demandas de los reformista­s. Así, la Universida­d dejó de ser un feudo de clases privilegia­das: se incorporar­on masivament­e estudiante­s de los sectores populares, se modificaro­n los planes de estudio, se democratiz­ó el gobierno universita­rio y se institucio­nalizaron los gremios estudianti­les.

¿Cuánto de los ideales de aquella Reforma fundamenta­n la Universida­d actual? Imposible no detenernos en los intentos de reinstaura­r la educación católica, establecer cupos de ingresos, restringir el acceso, mercantili­zar el derecho a la educación, posicionar al sector privado como socio financista de la educación pública estatal.

El golpe de 1930 instaura un proceso de avance de los sectores conservado­res sobre las universida­des y la educación en general, el que se profundiza­rá con el golpe de 1943 y el acceso de Perón al poder. Entre 1947 y 1954 rigió la obligatori­edad de impartir educación religiosa en las escuelas estatales, con un claro tinte católico. Más tarde, Aramburu sancionó el decreto-ley 6.403, que si bien restauró la autonomía y el gobierno tripartito de las universida­des, abolidos en el gobierno peronista, creó las universida­des privadas, acto que Frondizi completó, y les permitió expedir títulos habilitant­es.

La recuperaci­ón de 1983

A Alfonsín le tocó reconstrui­r y normalizar una universida­d arrasada, cosa que hizo con sustento en una política de carácter popular, en la que por las generacion­es a las

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