Una perla en el Manifiesto
Este año tiene un contexto especial para los universitarios y, en particular, para los cordobeses: en 2018 se recuerda el Centenario de la Reforma Universitaria. El acontecimiento reformista ocurrió cuando despuntaba una naciente urbanización con el consiguiente ascenso social y el acceso de las clases medias a la educación superior.
Ello impactaba en las universidades, que veían incrementar el número de ingresantes, aunque en 1918 la totalidad de los alumnos de la Universidad Nacional de Córdoba sumaba poco más de mil.
Estimuladas por la Revolución Mejicana de 1910 y la Revolución Rusa de 1917, las incipientes agrupaciones estudiantiles habían comenzado a plantear reivindicaciones de tipo gremial y político. A esos acontecimientos internacionales se agregaba uno no menos determinante sucedido en Argentina: por primera vez se había elegido un presidente –Hipólito Yrigoyen– a través del sufragio universal, secreto y obligatorio. El movimiento de la Reforma Universitaria no fue ajeno a esa dinámica de cambios, antes bien fue una manifestación más de ellos.
Uno de los principales objetivos del reformismo era terminar con el elitismo y con la abusiva jerarquización de las universidades de Latinoamérica.
En los años posteriores, quienes adhirieron al movimiento reformista propusieron como soluciones para esos problemas algunas herramientas como la autonomía universitaria –recién reconocida explícitamente en la vigente Ley de Educación Superior del año 1995–, la gratuidad, la libertad de cátedra, el cogobierno de docentes, estudiantes y egresados, etcétera.
“Verdad, belleza y bien”
Cuando se habla de la Reforma, se suelen citar casi siempre los mismos párrafos reivindicatorios y vibrantes del famoso Manifiesto Liminar, producto, quizá, del turbulento clima de aquella época. Pero hay otras líneas que constituyen una perla humanista, muy distinta a la carga política y combativa de otras partes del Manifiesto. Dicen así: “El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro (...) no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la substancia misma de los estudios. La autoridad (...) no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando. Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y de consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden (...) En adelante, sólo podrán ser maestros de la futura República Universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de Verdad, de Belleza y de Bien”.
En esas palabras, late lo más genuino de la universidad. Porque más allá de su forma de organización, del modo de elección de autoridades, de si responde a un ideario confesional o laicista, de si es paga o gratuita, una universidad que se quiera llamar tal siempre necesitará de la profunda relación entre maestros y discípulos, unidos para buscar en conjunto las propiedades ínsitas a todo ser: la Verdad, la Belleza y la Bondad.
La función docente –empujada hacia abajo por la influencia de los rankings que sólo ponderan la función investigación, arrinconada por la tecnología y asfixiada por la masividad– ha sido relegada a la hora de considerar la excelencia de una institución universitaria. A lo que se agrega la capitis diminutio que le ocasiona la tendencia a nominar a los docentes como “trabajadores de la educación”, demoliendo su pétrea esencia vocacional para dibujar en su reemplazo un boceto sindical.
La función docente –tal como está descripta en el Manifiesto– es vital para seleccionar, jerarquizar, relacionar y dotar de sentido a la abrumadora cantidad de información disponible hoy, de manera que los procesos formativos conduzcan a los estudiantes a desarrollar competencias, habilidades y destrezas y, sobre todo, a actuar con responsabilidad y en búsqueda del bien común.
Los jóvenes reformistas clamaban por verdaderos maestros, no autoritarios, pero sí con autoridad, sin hacer distingos de sus ideas. Quizá este Centenario sea la ocasión adecuada para retomar ese pedido y transformarlo en realidad en cada una de las universidades latinoamericanas.
* Rector Universidad Blas Pascal
Los reformistas bregaron por poner la Universidad al servicio de la liberación de los pueblos de América, afianzar el laicismo y deconstruir la influencia clerical en la sociedad y la cultura. Y lograron instaurar la autonomía y el cogobierno, abolir los vetustos planes de estudios y reemplazar cátedras vitalicias por cátedras ocupadas por docentes electos por concurso.
El movimiento apuntó, en definitiva, a democratizar la educación superior y a convertirla en un espacio eminentemente popular, pluralista, gratuito y laico.
Dentro de un marco de reclamos inéditos a nivel internacional, y de una lucha estudiantil y social que le hace honor a nuestra Córdoba, Hipólito Yrigoyen terminó aceptando las demandas de los reformistas. Así, la Universidad dejó de ser un feudo de clases privilegiadas: se incorporaron masivamente estudiantes de los sectores populares, se modificaron los planes de estudio, se democratizó el gobierno universitario y se institucionalizaron los gremios estudiantiles.
¿Cuánto de los ideales de aquella Reforma fundamentan la Universidad actual? Imposible no detenernos en los intentos de reinstaurar la educación católica, establecer cupos de ingresos, restringir el acceso, mercantilizar el derecho a la educación, posicionar al sector privado como socio financista de la educación pública estatal.
El golpe de 1930 instaura un proceso de avance de los sectores conservadores sobre las universidades y la educación en general, el que se profundizará con el golpe de 1943 y el acceso de Perón al poder. Entre 1947 y 1954 rigió la obligatoriedad de impartir educación religiosa en las escuelas estatales, con un claro tinte católico. Más tarde, Aramburu sancionó el decreto-ley 6.403, que si bien restauró la autonomía y el gobierno tripartito de las universidades, abolidos en el gobierno peronista, creó las universidades privadas, acto que Frondizi completó, y les permitió expedir títulos habilitantes.
La recuperación de 1983
A Alfonsín le tocó reconstruir y normalizar una universidad arrasada, cosa que hizo con sustento en una política de carácter popular, en la que por las generaciones a las