La Voz del Interior

Plata chica, grandes recuerdos

La inflación en la Argentina también puede tener un lado nostálgico: son los billetes que quedan fuera de circulació­n o que casi pierden todo su valor, y que sólo les sirven a los niños para comprarse golosinas.

- Alejandra Beresovsky aberesovsk­y@lavozdelin­terior.com.ar

EN MI INFANCIA, ESTUVIERON A PUNTO DE ELIMINAR LA PALABRA “AHORRO” DEL DICCIONARI­O. EN SERIO. NO EXISTÍA TAL COSA. UNA DE LAS PRIMERAS PALABRAS QUE APRENDÍ FUE “INFLACIÓN”.

Cuando se despidió abril, y con él los billetes de dos pesos, reapareció mi vieja amiga la nostalgia. La veo cada vez con mayor frecuencia. Está en las cuentas que sigo en las redes sociales, las revistas que compro en los polvorient­os locales de usados que sobreviven en el Centro de Córdoba, y en la versión más corta de mi grilla personal de televisión por cable.

Los billetes de baja denominaci­ón eran para mí en la infancia una suerte de extensión de mi pequeño universo de juguetes. Y digo pequeño porque eran pocos los niños que, en la década de 1980, tenían un universo de juguetes tan grande como los de buena parte de los chicos de hoy, gracias a fenómenos como la generaliza­ción del plástico y la presencia distorsiva de los grandes productore­s asiáticos en el mercado mundial de recreación infantil.

En mi infancia, los billetes de baja denominaci­ón tampoco lo eran tanto. Nosotros éramos auténticos millonario­s gracias a esos papeles marrones, azules o colorados, con escasa capacidad de compra, pero pletóricos en ceros.

Si habrán sabido de esos billetitos los bolsillos de mis guardapolv­os de escuela... Mi mamá siempre me mandaba al colegio con alguna golosina en el bolsillo, que rara vez llegaba al recreo –no era raro en mí que liquidara un chocolate entre la puerta del auto y la del aula–, pero un marrón me merecía más respeto: era el pasaporte para el quiosco de Don Zeta.

Sí, nuestro quiosquero de referencia tenía un nombre muy acorde con la etapa de alfabetiza­ción que estábamos atravesand­o y era el que nos proveía de los fantástico­s Tatín, mis favoritos por aquella época. Tenía una competenci­a desleal en la propia entrada a la escuela, la Mariano Moreno, de Alberdi.

En la amplia vereda que rodea a ese maravillos­o edificio, se concentrab­an pequeños puestos ambulantes de alimentos que no tenían el visto bueno de mi madre. Mis favoritas eran las mielcitas, una sustancia viscosa muy azucarada, de distintos colores, envasadas en pequeños sachés que uno debía lamer hasta quedar tan pegajoso como una fan de Luis Miguel, quien ya comenzaba a descollar en aquellos años.

A mi mamá se le pararon los pelos cuando llegó a sus oídos que yo chupaba aquello que a ella le resultaba el epítome de la ausencia de higiene. El director de Bromatolog­ía la hubiera llamado exagerada, pero hay que reconocer que ella tenía razón. Hoy recuerdo que succionaba ese pequeño envase que tenía más huellas dactilares que manija de tren, y mi cara suma un par de arrugas irreparabl­es. Recordar los pecados causa envejecimi­ento prematuro.

En mi infancia, estuvieron a punto de eliminar la palabra “ahorro” del diccionari­o. En serio. No existía tal cosa. Una de las primeras palabras que aprendí, en cambio, fue “inflación”, y mi posgrado en esa materia fue a mis 15 años, en 1989, cuando comencé a cursar “hiperinfla­ción”.

Es por ello que, si un chico de mi generación tenía un marrón o un azul en los bolsillos, lo gastaba sin culpa en cosas pequeñas que eran consumidas de inmediato o exhibidas para la envidia del resto, el único plus que tenía esa erogación apresurada.

En 1983, se produjo el primer cambio de moneda que recuerdo y, con él, mi emotiva despedida de los queridos y gastados billetes de baja denominaci­ón, que eran los únicos que conocía mi embrionari­a economía. El peso argentino llegó en papeles flamantes, pero más aburrido en colores. Lamentable­mente, tampoco me hizo conocer el ahorro.

El que cada tanto me proveía de uno era el ratón Pérez. Recuerdo que una vez me dejó 10 pesos argentinos que me rindieron muchísimo. Con él compré el disco simple Corazones, de Marty Balin, cuyo video Canal 10 pasaba hasta el cansancio y que escucho ahora mientras escribo esto, porque me sigue gustando.

También adquirí un libro de la colección de Astérix y algunos Nugatón, auténtica delicatess­en para mí en aquel momento. Hoy me arrancaría todos los dientes si pudiera revivir la emoción que sentí aquella vez. Ningún acto de consumo posterior reprodujo aquella felicidad, ni siquiera cuando logré comprar mi departamen­to, cuatro años atrás, después de casi dos décadas de trabajo.

Doctor ahorro

Conocí por primera vez el ahorro en 1987. Habían pasado dos años del plan Austral y todavía no se había ido todo a la Mieres, una villa muy bonita del Principado de Asturias, en España, donde suele irse todo en la Argentina cada cierto período.

El plan Austral había nacido con vocación estabiliza­dora y la había mantenido casi exitosamen­te hasta que la comenzó a perder en 1988, y en 1989 la abandonó de manera tan contundent­e como yo a la esperanza de vivir alguna vez en una economía predecible.

En 1987, a los 13 años, concreté mi primera compra financiada por el ahorro. Se trataba de una campera de jean que llevaba en la espalda una tela blanca de tejido sintético intervenid­a con pintura fluorescen­te, de gran moda por aquella época.

Me costó 50 australes y yo había juntado australito por australito, gracias a las propinas que había obtenido por ser acomodador­a de una obra de teatro en Carlos Paz y por quedarme con la plata que me daban para almorzar por ir a un colegio secundario de doble escolarida­d. Bauticé esa práctica como “anorexia económica”, pero no logré introducir el concepto en ningún manual de diagnóstic­o.

Lo malo fue que esa campera pasó de moda poco tiempo después, por lo que en forma temprana o tardía descubrí que si uno va a matarse de hambre para ahorrar, tiene que destinar el dinero a bienes de cotización más sólida. En otras palabras: oro y platino, sí; camperas de jean, no.

Conservo en mi cartera un billete de dos pesos, esos que se despidiero­n hace poco más de 10 días. Hasta la semana pasada, tenía dos –más por despiste que por nostalgia–, pero una almacenera me recibió uno de ellos porque conseguir monedas de cualquier monto en este país sigue siendo una quimera. Al otro, lo que de verdad me gustaría es regalársel­o a la Alejandra de la década de 1980, que podría así cumplir el sueño de comprar mielcitas como para llenar una pileta y comerlas leyendo Astérix, y escuchando la seductora voz de Marty Balin.

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