14 horas en el cine: la proeza de ver “La f lor”
Algo sucede cuando concluye el último episodio de La flor. La película en sentido estricto no termina, restan los 40 minutos de créditos. El acontecimiento pertenece al orden del backstage: vemos a las actrices abrazarse por el fin de un rodaje que demandó 10 años. Esa emoción colectiva documentada rompe la pantalla, quiebra el pacto ficcional que soportamos durante 14 horas de duración de este filme, que se presentó en tres partes en el Cineclub Hugo del Carril.
La emoción del equipo de rodaje deriva de haber consumado una proeza y se contagia en el espectador porque la identificación es inmediata.
Yo también lo he logrado, he visto la película más larga de la historia argentina; sí, me duele la cabeza, se me resiente la ciática, ya no sé cómo acomodar las piernas, tengo hambre, los ojos irritados, contracturas en el cuello, pero aquí está mi recompensa: soy parte de la proeza, soy cómplice de la Historia, puedo jactarme de que vi ente- ra La flor.
Este momento genuino e inesperado me hizo pensar si valió más la experiencia de recluirme en un cine tres días consecutivos, anulando mis obligaciones, o la película en sí. ¿Pueden las dos instancias coexistir o el desafío le ganó la pulseada a la obra? Este veredicto qui-
YO TAMBIÉN LO HE LOGRADO, HE VISTO LA PELÍCULA MÁS LARGA DE LA HISTORIA ARGENTINA, VI ENTERA “LA FLOR”.
zás dependa de la apropiación que haremos nosotros, los receptores, de la película, porque en realidad son seis películas sin más correlato que tener a las mismas actrices, y que bien puede desmembrarse y piratearse caprichosamente. Pero si no se respetan el orden secuencial ni la inmersión temporal, ¿el shock que sufrí durante los créditos aparecería igual?
Un desafío
Cubriendo el festival de cine Bafici, en Buenos Aires, donde se estrenó el filme, me negué a ver La flor por ética: un festival de cine logra la convivencia de múltiples miradas; sofocar a otros autores por un autoritarismo cronológico me parecía una trampa. De todos modos, la curiosidad por acercarme a esta obra crecía y sentí alivio cuando descubrí que en la programación de mayo del Cineclub Municipal la darían tal como se exhibió en el Bafici. Mi revancha, aunque otra vez aparecía la incógnita: ¿revancha por ver la película de Mariano Llinás o por aceptar el reto cognitivo?
La sala no estaba muy concurrida cuando proyectaron la primera parte. Un tercio de la capacidad total, pero un tercio entusiasta, un grupo de egresados acomodándose en los asientos de ese colectivo que los conduciría a una desmesura sensorial que las maratones de series ya no saben dar.