La Voz del Interior

Sobre la legítima defensa

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Una sociedad sin grandes deudas funcionale­s no necesita discutir obviedades. Como esa de que el uso de la fuerza es potestad de los representa­ntes del orden, por ejemplo. Pero nosotros volvemos a hacerlo periódicam­ente, quizá porque no lo tenemos claro. O porque los representa­ntes de la ley no están a la altura, la Justicia es morosa y la dirigencia política peca de irresponsa­ble.

De nuevo, en los últimos días, un episodio delictivo disparó el debate, luego de que un particular hiriera de gravedad a un ladrón que fugaba –seis cuadras duró la persecució­n–, para el aplauso de no pocos y la reacción judicial que detuvo al autor y luego cambió la calificaci­ón del hecho. Héroe para algunos, villano para otros, el caso de este ciudadano encubre buena parte de lo que no vemos o no queremos ver.

Porque el Código Penal es suficiente­mente claro en lo atinente a la legítima defensa, que correspond­e cuando hubiere peligro grave para quien se defiende y utilice para ello medios proporcion­ales a la agresión inferida, pero nada aporta sobre perseguir y matar (o intentar hacerlo) a quien huye. Es decir, deberíamos cambiar el Código o mejorar nuestras ideas.

Pero no es eso lo que tendríamos que discutir, sino las razones que nos llevaron a convertirn­os en una sociedad en la que los atajos y la circulació­n a contramano se han institucio­nalizado, en la convicción de que otros métodos no funcionan.

Comerciant­es que padecieron un número récord de asaltos y particular­es refugiados en countries y barrios cerrados que también perdieron la tranquilid­ad atestiguan el descrédito generaliza­do: nadie hará nada si no lo hace uno mismo, aun cuando ello implique un lento retorno a la ley de la selva. Y nadie parece entender que en ese escenario no triunfan los más justos sino los más fuertes. O sea que todo cambia para peor.

Es, bien lo sabemos, muy difícil explicar esto a quienes a diario padecen la humillació­n de contribuir con tasas e impuestos cada vez más gravosos para sustentar una estructura que no funciona: denunciar un delito es un trámite que ya pocos hacen –lo que por cierto no ayuda a mejorar las respectiva­s estadístic­as–, porque se pierden humor y horas en el trámite y nada bueno resultará de ello. La prevención y el patrullaje son espejismos y los continuos anuncios policiales hablan de falta de ideas y de programas.

Sin mencionar el abandono de amplias zonas que ya se dan sus propias leyes de convivenci­a, y calles a oscuras porque los empleados municipale­s se niegan a trabajar en el sector.

Todos hacen silencio, en una atroz coincidenc­ia: el Gobierno provincial y los municipios, las autoridade­s policiales, la Justicia y los responsabl­es de la política de seguridad callan, en la convicción de que no existe lo que no se nombra.

Hasta que, al mirar por sobre el hombro, constatamo­s que nos alcanzó la realidad. Por lo general, tarde.

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