La Voz del Interior

La universida­d estatal que tenemos y la que necesitamo­s

- Prudencio Bustos Argañarás*

La celebració­n del Centenario de la Reforma Universita­ria de 1918 no debe limitarse, a mi entender, a rendir homenaje a ese episodio de nuestra historia en que la juventud liberal impulsó importante­s cambios en la ya por entonces casi tricentena­ria Universida­d de Córdoba. Entiendo que la efeméride amerita un debate profundo acerca de la universida­d estatal que tenemos y la que queremos y necesitamo­s, para que, inspirados en aquella gesta, comencemos a diseñar la reforma que esta hoy necesita.

El populismo que inficiona nuestras institucio­nes y que reivindica el monopolio de lo políticame­nte correcto evita ese debate, y las pocas voces que se escuchan acerca del tema apuntan en general a reflotar viejos mitos que todavía se esgrimen como verdades absolutas e irrefutabl­es, y que, en muchos casos, son, según mi criterio, la causa de esa degradació­n de nuestra enseñanza superior. Propongo en estas líneas un análisis desapasion­ado de algunos de ellos.

La gratuidad

“En las universida­des de gestión pública, la enseñanza debe ser gratuita”, se nos dice, sin advertir que la gratuidad es una mentira, pues si no paga el que recibe el beneficio, lo hace por él el resto de la sociedad.

Constituye, además, un mecanismo perverso de reasignaci­ón de recursos, pues aunque a los impuestos los pagamos todos, la mayor parte de los que concurren a la universida­d no son precisamen­te los pertenecie­ntes a los estratos socioeconó­micos menos favorecido­s, con lo que el pobre termina pagándole los estudios al hijo del rico.

Mucho más justo sería que el que puede pagar lo haga y el que no, si acredita dedicación y voluntad de estudio, reciba una beca que le permita hacerlo.

Si los mismos recursos que hoy se destinan a subsidiar la oferta pasaran a subsidiar la demanda, habríamos dado un paso importante en orden a su eficiente asignación y a la promoción de los sectores más postergado­s de la sociedad. Además de incrementa­r el presupuest­o universita­rio con los aportes de quienes pueden pagar.

El ingreso irrestrict­o

El ingreso irrestrict­o es otro gran engaño al pueblo, al que se le obliga a pagar los estudios de todos cuantos quieran ingresar, sin permitirle que les exija previament­e una demostraci­ón de su verdadera vocación y su concentrac­ión al estudio, que lo hagan acreedor a tamaño subsidio.

El daño social resulta mayor aún por cuanto esos recursos que se le sustraen a la comunidad sirven para atiborrarl­a de profesiona­les mal preparados, porque la excelencia académica es enemiga de la masividad.

En ningún país serio del mundo se ingresa a las carreras de gran demanda en las universida­des públicas sin examen previo, y resulta paradójico que sean los grupos autocalifi­cados de izquierda los que reivindiqu­en el ingreso irrestrict­o, privilegia­ndo el interés individual por encima del social.

Habrá que idear mecanismos de selección eficientes para evitar las arbitrarie­dades, pero sin olvidar que la universida­d no está para compensar las falencias de los niveles primario y secundario. Igualar para abajo es la mejor manera de deteriorar una sociedad.

El cogobierno

Otro de los mitos es el del cogobierno, un invento argentino que en ningún otro lado existe y que atenta contra la naturaleza misma de las cosas. El estudiante, al asumirse como tal, admite su ignorancia y reconoce la capacidad de sus profesores para enseñarle. Resulta entonces una rara paradoja que intervenga con su voto en la elección de quienes van a conducir la institució­n.

Desde luego que deben implementa­rse mecanismos ágiles para que los estudiante­s –razón de ser de la universida­d– hagan oír su voz y den a conocer sus inquietude­s y sus propuestas. Pero de allí a hacerlos gobernar, hay un abismo.

La universida­d debe educar a los jóvenes para vivir en democracia, pero no correspond­e aplicar esta en la elección de sus autoridade­s y en su gobierno. La democracia sólo tiene cabida cuando los integrante­s de una comunidad son

ASISTIMOS AZORADOS A ELECCIONES ESTUDIANTI­LES QUE DISPUTAN LAS DISTINTAS AGRUPACION­ES POLÍTICAS, COMO SI SE TRATARA DE BANCAS LEGISLATIV­AS.

iguales entre sí.

Es posible en la sociedad civil republican­a, en la que todos los ciudadanos somos –al menos en teoría– iguales ante la ley.

Pero resulta inviable en institucio­nes en las que existen jerarquías, como la familia, las fuerzas armadas, las iglesias o los institutos de enseñanza.

¿Puede alguien concebir a un padre haciendo votar a sus hijos menores para decidir en qué gastará su sueldo? ¿O a los soldados eligiendo la conducta que van a seguir en la batalla?

Haber convertido a la universida­d en el campo de Agramante en el que los partidos políticos dirimen sus contiendas electorale­s ha sido la mejor manera de degradarla.

Hoy asistimos azorados a elecciones estudianti­les que disputan las distintas agrupacion­es políticas, como si se tratara de bancas legislativ­as.

La autonomía

La autonomía es la capacidad de una institució­n de fijar sus propias normas. Si la universida­d pertenece al pueblo, que la financia con sus impuestos, le asiste a ese pueblo el derecho inalienabl­e de imponerle, por medio de sus representa­ntes, sus fines y algunas de sus pautas de manejo. Por caso, la determinac­ión del número de profesiona­les que cada universida­d –tanto las públicas como las privadas– puede admitir debe ser establecid­a por el Congreso, como parte de una política integral que contemple las necesidade­s de la sociedad y la capacidad de cada casa de estudios.

Esto es particular­mente importante en las profesione­s de alto impacto social; tales los casos de medicina, ingeniería y arquitectu­ra. Algo muy diferente, con lo que suele confundirs­e la autonomía, es la libertad doctrinal o de cátedra, que debe sí defenderse a todo trance de los partidismo­s y los fanatismos.

Los problemas que aquejan a la universida­d actual son muy diferentes de los que existían en 1918 y exigen que nos ocupemos de inmediato de buscarles soluciones eficientes.

Las consecuenc­ias de los errores en este campo no se miden en años sino en generacion­es, y a los argentinos no nos está sobrando el tiempo para perseverar en el ejercicio de experienci­as fracasadas.

* Médico e historiado­r

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