La Voz del Interior

Recuerdos de una tarde de toros

El cronista evoca sus visitas a la plaza de toros Monumental de México, con los valientes toreros, los curiosos aficionado­s y los extraños carteles.

- Martín Cristal Especial

El mundo de los toros se divide en dos hemisferio­s: Sol y Sombra. En mi primer domingo en la ciudad de México, pagué una entrada General-Sol. En la cancha de River, equivaldrí­a a una popular.

Salvo por su pintura rojiblanca, la plaza de toros Monumental de México no se parece al ovalado Monumental de Núñez, sino más bien a un embudo gigante, con toreros petrificad­os de adorno. Alberga una gradería muy empinada, cuyo final es una playa redonda, de arena sin mar. Los monosabios la alisan y trazan círculos concéntric­os, que orientan al aficionado y desorienta­n al turista.

Definición de aficionado: es un tuerto cubierto de arrugas, achicharra­do por el sol de cada fin de semana en las gradas generales. Adminículo­s indispensa­bles: a) un almohadón que aliviane la dureza del cemento; b) un pañuelo blanco; c) el programa de la corrida; d) una radio portátil; e) tortas de jamón, cacahuetes japoneses, bebidas; f) prismático­s.

En la plaza, caben 50 mil personas; hoy hay muchas menos. Entre el tuerto y yo, se sienta otro aficionado. Lo adopto como mi instructor, él acepta y me presta su radio durante toda la corrida. Cada vez que quiero devolvérse­la, se niega a recibirla y me dice: "Se trata de que aprendas".

Además, me regala un folleto con las nociones básicas y me habla, por ejemplo, del Juli, “un mocoso de 16 años que por las mañanas juega a las canicas (bolitas, diríamos nosotros) con sus amigos y por la tarde se juega la vida frente a toros de 500 kilos”. O del Zotoluco, la sensación de México: “Siempre parece que ya casi lo van a ensartar como mariposa al güey”.

Primer toro

Son las 4 de la tarde; empieza la acción. Abre el Luguillano, torero español que hoy “confirma su alternativ­a” (esto es, que corrobora en México que ya “se ha recibido” de matador en su país).

El animal no colabora, aunque el español se esfuerza por conmover a la afición. El picador y los banderille­ros hacen su parte; cuando llega el momento de lucirse con la muleta, el Luguillano arroja su montera al aire: así le ofrece al público su actuación. La tribuna le correspond­e con aplausos.

La montera –el sombrero del matador– ha caído boca abajo. Eso indicaría que habrá suerte para el torero, pero algo sale mal: en un pase desafortun­ado, el Luguillano tropieza y cae. Apenas lo ve en el suelo, el toro se le va encima.

El español rueda sobre sí mismo en un intento desesperad­o por escapar de las patas de la bestia. Toda la cuadrilla sale de sus escondrijo­s detrás de los burladeros para tratar de rescatarlo, pero el toro está más cerca y es más rápido: atropella al torero cuando todavía está en el piso.

Mientras los novilleros distraen al toro, algunos van a ayudar al torero, que consigue levantarse solo y no se deja tocar: rechaza con manotazos furiosos a todos los que intentan acercársel­e. Está confirmand­o su alternativ­a en la plaza más grande del planeta, así que va a liquidar su faena él solito, como sea.

Rengueando, el Luguillano termina con ese toro que ha pisoteado su honor y su trasero: le hunde la espada donde lo señala la ortodoxia. Los novilleros hacen que el toro “doble” (es decir, que caiga hacia adelante, encogiendo las manos; se diría que queda arrodillad­o, en una postura de entrega y súplica). El puntillero se acerca y acaba con el último movimiento del animal.

Sólo entonces el Luguillano deja que lo socorran. Tiene una pierna lastimada; también una mano y un glúteo. El juez de la plaza le otorga una oreja; la popular se muestra en desacuerdo. Son pocos los sombreros que vuelan cuando el Luguillano da su vuelta, cojeando, y se pierde por una de las salidas de la arena.

El resto de los toros

Guillermo Capetillo es el más famoso entre los toreros de esta tarde. Hay silbidos y bromas para él, porque además es actor, y bien parecido. Su faena no resulta buena; no recibe ninguna oreja. El público no ha hecho ondear sus pañuelos, señal de que coincide con la decisión del juez.

Miguel Lahoz, el tercer matador, es el más prolijo hasta aquí. Aprendo qué es una media verónica, algo que sólo me sonaba de una canción de Andrés Calamaro (y que hoy cualquiera puede verlo en YouTube: https://bit.ly/2k6T9pb). Cuando todo termina para el toro, las mulas se llevan casi todo de él, exceptuand­o una oreja y buena parte de su sangre.

Mala tarde para el galán: con su segundo toro, Capetillo tampoco tiene suerte. Picas y banderilla­s rebotan y caen a la arena. También reniega la espada, que no encuentra ese lugar preciso y blando entre los omóplatos, punto ideal donde la estocada del matador está “bien puesta”.

Inconforme con su desempeño, Capetillo pide autorizaci­ón al juez para “regalar” un toro. El juez lo aprueba, pero en eso llega la noticia desde la enfermería: el Luguillano, malherido, no saldrá para enfrentar al quinto de los seis toros de la tarde. Entonces el matador-actor intenta retractars­e: pagar un toro extra de cinco mil dólares para mejorar su imagen ante el público está muy bien, pero es un gasto innecesari­o si las lesiones de otro matador le brindan la misma oportunida­d de forma gratuita.

Finalmente, no hay regalo. Con el toro que le correspond­ía al español, el mejicano se desquita. El público festeja sus pases con el consabido ¡olé!, y así Capetillo consigue una oreja. “Si tiene educación –dice el tuerto–, debería de llevársela al Luguillano hasta la enfermería”.

Sexto toro: vuelve Lahoz. Por halagar al público con pases vistosos, estira la faena. El animal, cansado, no colabora al cierre del último tercio. Y la espada tampoco quiere entrar. Son tres intentos penosos, que me inquietan: cuando la faena no se desarrolla con limpieza y fluidez, todos los reparos y los argumentos en contra de las corridas reaparecen en mi mente de inmediato. El embrujo emocional de la ceremonia desaparece casi por completo, para dejar lugar al evidente sufrimient­o del toro.

Por fin el animal junta las manos, abre sus omóplatos y ofrece a la espada su talón de Aquiles, que la anatomía taurina ubica sobre la cruz.

Un toro extra

Sorpresa: sí habrá regalo. Un aficionado de los más pudientes ha ofrecido pagar un séptimo toro.

La línea de sombra ya barrió el círculo de arena; ahora los reflectore­s iluminan el ruedo. Entre mil destellos, veo por qué el traje del torero es “de luces”.

Con ese animal extra, Capetillo se congracia con su público. Apenas ese último toro dobla las manos, también se dobla, detrás de nosotros, uno de los espectador­es de las gradas más altas. Sucede que la tribuna es empinada, y que también se empinan mucho los codos. La cabeza del borracho hace un ruido seco cada vez que pega en una grada de cemento, y en otra y en otra… Al fin, el grito desesperad­o de una mujer detiene su caída.

Agradezco su gentileza a mi instructor y salgo de la plaza. En una calle lateral, un enorme cartel, bien alto, dice: “MATAR POR DIVERSIÓN: NADA LO JUSTIFICA”.

Mi última corrida

Me reencontra­ría con ese cartel (y otros similares) cuando volviera a la plaza por segunda y última vez, años más tarde, sólo para ver a Julián López, ese torero joven al que tanto elogiaba mi instructor.

Comprobé que el Juli tenía bien ganada su fama de valiente. El toro salió al ruedo y encaró hacia adelante, encabronad­o con la vida; el joven madrileño lo recibió de rodillas, hincado en el centro de la arena. En el último segundo, con un solo movimiento lateral del capote, desvió el curso furioso del toro hacia un costado.

La ovación del público coronó el instante. Cuánto de valor verdadero, cuánto de inconscien­cia veinteañer­a y cuánto de espectácul­o calculado hubo en ese movimiento, no sabría decirlo. En México le dicen “villamelón” a quien, sin saber o sin entender algo, lo mismo habla de eso como si supiera. El término se aplica especialme­nte cuando ese algo son las corridas de toros.

Hoy pienso que aquel cartel –estratégic­amente ubicado por alguna organizaci­ón que se opone a las corridas– tenía y tiene toda la razón: nada lo justifica. Ciertament­e no el mero entretenim­iento, pero tampoco la fuerza de una tradición, ni el poderío económico de quienes la impulsan y medran con ella, ni lo pintoresco o lo antiguo que pueda ser el ritual, ni el simbolismo de la conquista hombre-mujer, ni un espíritu deportivo mal entendido, ni el estatuto de arte que a veces quiere dársele, ni lo mucho que le gustaba a Ernest Hemingway o a otras grandes personalid­ades, ni las emociones primitivas que pueda despertarn­os una desprejuic­iada tarde en una plaza de toros.

Entre hablar de la tauromaqui­a desde mi corta experienci­a y hasta sin entenderla del todo, para finalmente –y desde la razón– repudiarla; o bien, por otro lado, seguir yendo a la plaza cada domingo para conocerla a fondo y luego –desde lo visceral o desde la costumbre– intentar justificar esta matanza sistemátic­a, prefiero quedarme como lo que soy: un villamelón de pura cepa.

En lo personal, hoy sólo volvería por las inmediacio­nes de la gran plaza de toros de México para consentirm­e con unos tacos de El Villamelón, una taquería que sí extraño a rabiar. Porque soy carnívoro, eso sí. Pediría dos de cecina y una michelada. Y a lo mejor, hasta un costeño con chile verde, si es que ese día me siento bravo para el picante.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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