La Voz del Interior

“El negocio más redondo delmundo”

Fue cartero, y asegura que conoce de memoria cada esquina, cada rincón de la ciudad. A los 81 años, sigue batallando las calles para ganarse el peso.

- Magdalena Aliaga Especial

Se lo puede ver cada tarde a la salida de los colegios de la zona sur arremolina­do por los chicos en medio del griterío. Y los fines de semana, en la calesita del parque Sarmiento dispuesto a hacer los algodones de azúcar más esponjosos y dulces del planeta. Lo hace sorteando su dolor de columna y la fragilidad de sus rodillas. Arma sólo tres o cuatro algodones para exhibir, sabe bien que con el paso de los minutos empiezan a apelmazars­e, a deshacerse, que lo que él vende es el sabor y la ilusión del momento, que no son eternos.

“Desde la década del ’80 estoy con esto”, dice Héctor Ochoa, “empecé con una copera y con una bicicleta, junto a un amigo salíamos y por parada hacíamos lo que hoy serían 200 pesos, imagínese, cada día hacíamos dos o tres. ¡Yo no lo podía creer! Y le dije a mi amigo: este es el negocio más redondo del mundo, y nunca más lo abandoné”. Oro en polvo, polvo azucarado.

Y así siguió, se compró un auto de varias manos, le enganchó la máquina y la tarea se volvió más llevadera. Hasta se animó a viajar al interior. Dijo presente en todas las fiestas patronales. Le llevó copos de azúcar a la Virgen del Rosario, a la del Carmen, a la del Milagro, y acompañó la procesión de la de Lourdes hasta Alta Gracia. Pero eso fue cuando tenía fuerzas, cuando el trabajo se disfrutaba y recorrer las rutas con la copera era lo más parecido a unas vacaciones. Ahora ya no. El cuerpo pide quietud y el alma, sosiego.

Hace dos años, cuando perdió a Rafaela, su compañera por más de 56 años, ajustó su rutina y sale lo necesario para vivir. Se acabaron las patronales. Lo dice y sus ojos azules, herencia de su abuelo materno del Piamonte, se le aguan, pero reprime la emoción. Hay que parar los viajes, pero seguir haciendo girar el azúcar. Sobrevivir, pagar las cuentas, vencer la pobreza que acecha como una fiera y él cada vez con menos energía para ganarle la pelea cotidiana. Quisiera las fuerzas del cartero joven que pedaleaba sin descanso ni cansancio, se recuerda y se envidia a sí mismo, aquel quien supo ser, pero ya no es.

Dice que al negocio le vienen bien los días fríos, que el secreto del copo de azúcar es la velocidad que se le imprime al plato, las revolucion­es con que gira, esto los hace más redondos y en menor tiempo. “Hay que ganarle a la ansiedad de los chicos que cada vez son más impaciente­s y si no lo entregás rápido, se te van”, dice mientras apaga la copera porque la calesita dejo de girar.

La tarde se ha puesto y el frío de la noche empieza a incomodar, Héctor Ochoa prepara sus cosas para partir y se ajusta al cráneo la vieja gorra de lana. En los lentos movimiento­s se nota su dolor de huesos, su falta de fuerzas para acomodar los trastos en el auto viejo. Se frota el ciático y sigue. Su cuerpo cansado intenta vencer su propia limitación. Finalmente, lo logra y se sienta a descansar en el asiento del conductor respirando profundo. Si al menos creyera en los milagros, podría pedirle a la Virgen que le devuelva tanta gentileza, que durante el descanso del sueño le quite el dolor de los huesos, pero para él los milagros, como los copos eternos, no existen.

LOS FINES DE SEMANA ESTÁ EN EL PARQUE SARMIENTO HACIENDO LOS COPOS DE AZÚCAR MÁS DULCES DEL MUNDO.

HÉCTOR SABE QUE LO QUE VENDE ES EL SABOR Y LA ILUSIÓN DEL MOMENTO, QUE LOS COPOS NO SON ETERNOS.

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