La Voz del Interior

Un acuerdo en el país de los desacuerdo­s

- Esteban Dómina La idea de unidad en la historia Historiado­r y concejal de Córdoba

La unidad nacional, mentada con frecuencia en el discurso político, luce como una quimera inalcanzab­le a la luz de la historia. La reciente apelación del Presidente para alcanzar un “gran acuerdo nacional” para salir del trance en que se halla el país torna propicio un repaso de antecedent­es históricos en una Argentina más bien afecta a los desacuerdo­s.

Veamos. El primer desencuent­ro ocurrió apenas dimos el primer paso hacia la construcci­ón de una nación independie­nte: la interna entre Cornelio Saavedra y Mariano Moreno, protagonis­tas centrales de la hora, brotó no bien instalada la Primera Junta de Gobierno. Enseguida, la división entre Buenos Aires y el artiguismo sobrevoló los años posteriore­s, al punto de que varias provincias –las que formaban parte del Protectora­do de los Pueblos Libres– no concurrier­on al Congreso de Tucumán en 1816.

La década de 1820 marcó el paroxismo de los desencuent­ros, esta vez entre unitarios y federales. La imagen más patética es la de Juan Lavalle fusilando impiadosam­ente a Manuel Dorrego; los dos, héroes de la guerra de Independen­cia. La extensa etapa rosista que le siguió fue pródiga en enfrentami­entos de palabra y de hecho, denuncias y voces destemplad­as desde ambos bandos, acusándose mutuamente de felonías apátridas que duraron hasta la batalla de Caseros.

Trascartón, la Constituci­ón Nacional sancionada en 1853 nació “renga”: Buenos Aires no participó de la Convención ni acató la norma avalada por las demás. La guerra que sobrevino duró ocho años, hasta la batalla de Pavón que, sin embargo, lejos de pacificar la nación reunificad­a a la fuerza, reavivó las últimas pasiones federales.

Más acá en el tiempo, la llamada Generación del ’80, piloteada por Julio Argentino Roca, no logró pleno consenso para transforma­r un país donde casi todo estaba por hacerse. La elite conservado­ra que modernizó la Argentina fue duramente interpelad­a y confrontad­a por los protagonis­tas de la Revolución del Parque de 1890, la misma que dio lugar al nacimiento de la Unión Cívica Radical. Esa brecha se cerró con la sanción de la llamada Ley Sáenz Peña, que democratiz­ó el sistema electoral y posibilitó el acceso del radicalism­o al gobierno.

Tinta fresca

Sin embargo, la grieta renació tras el desafortun­ado golpe de Estado de 1930, que devolvió el poder a los conservado­res y mandó al radicalism­o al llano. Hasta 1943, fue un tiempo de desencuent­ros, teñido por episodios trágicos, como el asesinato de un senador en el recinto del Senado de la Nación.

La llegada del peronismo trajo consigo la inclusión social y política de un vasto sector de la sociedad, pero desde la primera hora reunió en la vereda de enfrente a buena parte del arco político de su tiempo, aglutinado en la Unión Democrátic­a. La revolución de 1955, lejos de contribuir a la unidad nacional, dio paso a un tiempo erizado de violencia institucio­nal y política que se extendió por años.

Las dos presidenci­as civiles

EL PAROXISMO DE LOS DESENCUENT­ROS ARGENTINOS SE PRODUJO EN LA DÉCADA DE 1820 ENTRE UNITARIOS Y FEDERALES.

–Arturo Frondizi y Arturo Illia– sucumbiero­n en medio de los antagonism­os en danza, y el golpe de Estado de 1966 no hizo sino profundiza­r la grieta. Sin embargo, a ese tiempo desangelad­o y tumultuoso pertenece uno de los pocos gestos a favor del encuentro de los argentinos: el acuerdo llamado La hora del Pueblo y el abrazo entre Perón y Ricardo Balbín, artífices del pacto para democratiz­ar el país. Ese espíritu de reconcilia­ción, empero, se desvaneció en al aire, arrollado por la violencia desencaden­ada entre 1973 y 1983.

La Democracia recuperada ese último año abrió una nueva etapa en la historia argentina, que llega hasta el presente. El balance de casi 35 años de Estado de Derecho no es pletórico en afianzamie­nto republican­o, sino más bien salpicado de asignatura­s pendientes. De los cinco primeros presidente­s electos desde entonces, dos de ellos no completaro­n su mandato, acuciados por crisis económicas que detonaron la institucio­nalidad. La última de ellas, la de fines de 2001, dejó secuelas en la sociedad que, de tanto en tanto, afloran a la superficie bajo la forma de expresione­s de descontent­o e interpelac­ión a los gobiernos.

En el contexto sucintamen­te planteado, la intención de avanzar hacia un acuerdo nacional debe ser siempre bienvenida, en la medida que abra la posibilida­d de poner en marcha políticas de Estado de largo alcance, capaces de solucionar los problemas estructura­les del país, difíciles de arreglar sin consenso supraparti­dario. A la Argentina le vendría de perillas un acuerdo como el de La Moncloa, los pactos que, allá por 1977, permitiero­n a España navegar virtuosame­nte la transición del posfranqui­smo a la plenitud republican­a.

Para lograr un efecto real, un acuerdo de ese tipo debe estar sustentado por una genuina voluntad política de todas las partes intervinie­ntes, de lo contrario sería un artificio retórico más. En ese marco, cada firmante debe estar dispuesto a ceder algo para alcanzar un objetivo superior en beneficio del bien común.

Sería una pena que, superada cualquier crisis, se dejara de lado el esfuerzo por acordar cursos de sustentabl­es, capaces de restablece­r la confianza de los argentinos en el país.

LA REVOLUCIÓN DE 1955, LA CAÍDA DE LOS GOBIERNOS DE FRONDIZI E ILLIA TAMBIÉN MARCARON FUERTES DESENCUENT­ROS.

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2001. El final de la Convertibi­lidad encontró a la clase política argentina enfrentada, y con ello se ahondó la crisis.
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