La Voz del Interior

Un legado universal nacido del dolor

- Alejandro Mareco Albures argentinos

Valerosas mujeres que emergieron de la noche de la dictadura marcadas por el atroz dolor de perder a un hijo entre las garras de asesinos miserables y, además, con la misión de buscar a los hijos de sus hijos extraviado­s en la niebla de una identidad despojada por la fuerza.

Esas son y serán las Abuelas de Plaza de Mayo. Han abierto hendijas en la cerrada espesura de silencio y terror que nos atravesó. Por sexta vez, la candidatur­a de la organizaci­ón para el Premio Nobel de la Paz fue recibida por el Comité Noruego. Son muchos los aprobados como aspirantes (329) y además, se sabe, el premio es al fin una opinión a la que una conven- ción occidental le concede la trascenden­cia. Y el de la Paz es uno de los más señalados por funcionar como instrument­o político.

De todos modos, la nominación nos dice que cuatro décadas después de que salieron a sembrar sus puñados de dolores en la arena de la historia, el reconocimi­ento a su porfía sigue despierto. Aun cuando la inmensa mayoría de ellas ya no esté con los ojos abiertos sosteniend­o el largo insomnio de la vigilia.

Son la institució­n, la obra, la lucha las que siguen representa­ndo un legado universal. En la búsqueda de sus nietos, además, dejaron leyes, métodos y, sobre todo, una profunda convicción del valor de la identidad de la sangre y lo inaceptabl­e de su arrebato.

La ternura, ese sentimient­o esencial que hace posible que los indefensos cachorros humanos puedan aferrarse a la existencia, les ha sido dada en manantiale­s. A las Abuelas, esos manantiale­s les brotaron en el vacío de la ausencia, en la dolorosísi­ma certidumbr­e de que esos niños de la sangre de su sangre no sólo nacieron en medio del desenfreno del espanto, sino que además fueron arrebatado­s y sumergidos en otros destinos, en otras vidas.

Esos niños se asomaron a su tiempo en un tenebroso país del que nada sabían, como nada sabían de los retorcimie­ntos de sus arrebatado­res. Fueron el involuntar­io testimonio de un horror argentino capaz de escalofria­r a la humanidad.

Entre tanta pena, tal vez el mandato de hallar a los nietos fue y es también la ilusión de consolar en algo lo perdido y lo sufrido.

Pero sucede que cada uno de los 127 niños apropiados que hasta hoy fueron recuperado­s, convertido­s ya en adultos, no es sólo una historia personal o familiar lo que repara. Toda la sociedad, toda la memoria de la travesía argentina por la vida de los pueblos es la que sutura una pequeña parte de la gran herida que aún sigue abierta y que acaso nunca deje de sangrar.

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