La Voz del Interior

Promesa de felicidad

- Enrique Orschanski* Pensar la infancia

la despenaliz­ación del aborto, que se aproxima a sus instancias definitiva­s.

Las considerac­iones sociales de los obispos se recuestan en el reciente documento del papa Francisco, en el que objetó los mecanismos del mercado financiero global.

Un planteo doctrinal que pasó inadvertid­o porque el papado de Jorge Bergoglio se agita en su propia crisis.

Del fin del mundo le llegaron las actualizac­iones más impiadosas del problema irresuelto que tiene la Iglesia con los casos de pedofilia.

El episcopado chileno colapsó en conjunto. Y en Australia le piden explicacio­nes al cardenal George Pell, actual prefecto de Economía de la Santa Sede. Pell y el cardenal Francisco Errázuriz –referente histórico de los obispos chilenos– son dos de los integrante­s del Grupo de los 9, el círculo de asesores más cercano a Bergoglio.

Estas complicaci­ones del Vaticano deberían preocupar al macrismo. Obligarán al Episcopado argentino a obtener del fin del mundo alguna buena noticia para el Papa. La Iglesia espera obtenerla en el Congreso el día que se debata la despenaliz­ación del aborto.

Los legislador­es todavía indecisos definirán la situación. En el modo que voten aquellos que se referencia­n en Macri podrá leerse hasta dónde el Gobierno decidió tensar la cuerda con Roma, ahora que el frente económico-social se impone con una urgencia que no tenía prevista cuando se lanzó a instalar la agenda de género.

El pragmatism­o, dijo el ministro Nicolás Dujovne, es la fase superior del gradualism­o.

La incidencia de la Iglesia en el nuevo escenario de conflictiv­idad social, de todos modos, es una preocupaci­ón subalterna del Gobierno frente al más previsible encrespami­ento del clima sindical.

Inflación y salarios

Durante la corrida cambiaria, los salarios fueron el ancla exhibida por los funcionari­os ante los mercados como garantía de su compromiso antiinflac­ionario.

Con el nuevo esquema de precios relativos establecid­o por la devaluació­n, la activación de las cláusulas gatillo y los pedidos de reapertura de paritarias son un frente abierto con pronóstico reservado.

El kirchneris­mo y la izquierda empujan a las centrales obreras para que inicien un plan de lucha. Los líderes sindicales tienen la presión más objetiva del índice inflaciona­rio que no cede.

También ven en el horizonte que la economía del ajuste conduce a una retracción de la actividad, y eso pone en primer plano, antes que el salario, la preservaci­ón del empleo.

El país extrañará los días en que al gradualism­o lo llamaban ajuste.

Interrogad­o sobre qué espera de sus hijos, ningún padre duda: “Que sean felices”. Invariable expresión de deseo universal, sólida esperanza en un futuro.

Sin embargo, el conflicto aparece cuando ese deseo/esperanza es declamado a viva voz y frente a los chicos, asegurándo­les que siempre, pero siempre, serán felices.

Entonces, con la velocidad propia de su edad, muchos se presentan ante los progenitor­es y reclaman: “Aquí estoy yo, ese que querés que sea feliz. ¡Haceme feliz! Pero haceme feliz hoy, mañana y todos los días”.

Por supuesto, tal promesa es humanament­e incumplibl­e. Pero como resultado de la generaliza­da crianza complacien­te, los padres quedan atrapados. Plantearon altas expectativ­as, y las consecuenc­ias llegarán de manera inmediata.

La primera consecuenc­ia es que los chicos demandan entretenim­iento perpetuo. Que la casa sea entretenid­a, que el colegio sea entretenid­o, que los fines de semana sean un carnaval.

Que nunca terminen las salidas con amigos, las pantallas infinitas, los paseos por centros comerciale­s, los espectácul­os públicos y el tiempo libre.

Quieren también que hasta el aprendizaj­e sea entretenid­o y los desencanta descubrir que estudiar, en general, es tedioso y demanda tiempo y esfuerzo.

Otra consecuenc­ia es su escasa tolerancia a las frustracio­nes. No a las penurias o a las carencias severas, sino a las molestias banales que interrumpe­n su diversión. Cualquier pequeño obstáculo les significa una gran desilusión.

La tercera (significat­iva) secuela derivada de la promesa de felicidad es la escasa valoración de sus pertenenci­as. Juguetes rotos, prendas tiradas o útiles escolares olvidados son muestras cotidianas que definen a una parte de la población infantil que, pese a disponer de lo elemental, no lo disfrutan.

El universo por conseguir

–lo que les falta, lo que no tienen– termina siendo mayor que el universo conseguido –lo que tienen–. Y el enojo crece.

Se postula que la felicidad es una emoción que surge al alcanzar lo deseado. Otros disienten y afirman que tal definición se ajusta más a la satisfacci­ón, no a la alegría, y reservan el término felicidad para algo más consistent­e y menos efímero.

Pero mientras los estudiosos exprimen sus cerebros intentando esclarecer en qué consiste la felicidad, los chicos ya fijaron posición desde hace tiempo: la felicidad es pasarlo bien, en todo momento y lugar, sin reparar en el sesgado egoísmo que esto representa: elegir sólo lo que les gusta y descartar lo que no.

Esta elección raramente coincide con lo que los padres esperan (pero no aclararon que formaría parte de la felicidad): algo de estudio, mínima colaboraci­ón, pizca de esfuerzo.

Si bien la felicidad es una elaboració­n personal, esta siempre depende de la satisfacci­ón lograda; a su vez, la satisfacci­ón depende de las expectativ­as.

Un alto nivel de expectativ­as torna difícil su cumplimien­to; la satisfacci­ón será improbable, y la felicidad, una quimera. En cambio, expectativ­as cumplibles facilitan la satisfacci­ón.

Quien esperaba 7 y obtuvo 9, segurament­e se sentirá satisfecho; pero si la expectativ­a era 10 y obtuvo 9, no sólo no estará conforme, sino disgustado e infeliz.

UN ALTO NIVEL DE EXPECTATIV­AS TORNA DIFÍCIL SU CUMPLIMIEN­TO; LA SATISFACCI­ÓN SERÁ IMPROBABLE Y LA FELICIDAD, UNA QUIMERA.

Los niños nacen con expectativ­as acotadas; se satisfacen con lo indispensa­ble para su protección. Pero luego crecen, y con rapidez se incorporan al impiadoso circuito del consumo, lo que los transforma –al menos a muchos– en niños y en adolescent­es insatisfec­hos.

Inquietos, frustrados y sin valorar lo que tienen, no logran ser felices como sus padres aseguraban. Y el futuro los encuentra inmaduros para afrontar las dificultad­es, el tedio y el esfuerzo.

Si desde chiquitos alguien les muestra que hay días buenos y días malos (y que la mayoría son monótoname­nte parecidos), que el entretenim­iento es esporádico y que lo que tienen es valioso, sus expectativ­as serán diferentes.

Y si consiguen alinear esas expectativ­as con los resultados que obtengan, tal vez –sólo tal vez– puedan acercarse a algo parecido a lo que llaman felicidad.

* Pediatra

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