La Voz del Interior

¿No estaremos repitiendo la historia?

- Carlos José Ñáñez*

Festejamos en estos días el inicio de nuestro camino hacia la Independen­cia nacional. Comienzo que se gestó en Buenos Aires y que llegó a su plenitud en el Congreso de Tucumán que proclamó la Independen­cia y señaló el nacimiento de “una nueva y gloriosa nación”.

Los creyentes, fieles de distintas religiones, damos gracias a Dios porque reconocemo­s que la patria es un precioso don de su Providenci­a.

Un don que, al mismo tiempo, ha sido confiado a nuestra libertad. En la conciencia de esta cualidad de la patria, percibimos un motivo de encuentro con todos los ciudadanos que, sin adherir a ninguna tradición religiosa, son personas de buena voluntad.

Fueron confiadas a nuestra libertad las enormes riquezas naturales distribuid­as sobre la dilatada geografía de nuestro país. También la generosa riqueza de los talentos que adornan a nuestro pueblo, acrecentad­os por los notables aportes de los inmigrante­s que eligieron a la Argentina como su patria.

Al considerar esas riquezas recibidas, nos preguntamo­s: ¿qué hicimos con ese enorme capital? ¿Qué estamos haciendo con esa hermosa herencia?

A lo largo de nuestra historia, hemos hecho cosas grandes y admirables, fruto del ingenio innato, de la aplicación cuidadosa al cultivo de las ciencias, del desarrollo notable de la cultura.

Pero debemos reconocer, con dolor, que también somos responsabl­es de cosas mezquinas y lamentable­s. Al celebrar el centenario de Mayo de 1810, nuestra Nación era uno de los países más importante­s y prósperos del orbe. Pero, ¿estaba esa riqueza distribuid­a con verdadera equidad entre todos los ciudadanos? ¿O estaba concentrad­a en pocas manos?

En lugar del sencillo compartir, a veces ha primado en nuestra sociedad un espíritu de competenci­a, incluso con deslealtad, que impidió una auténtica colaboraci­ón y que en muchos casos ha dado lugar a expresione­s de un individual­ismo marcado por el egoísmo. Junto con otras complejas causas, ello ha provocado que en nuestra patria, potencialm­ente rica, haya un tercio de su población sumida en la pobreza o en la indigencia.

Hemos hecho cosas tremendas y reprobable­s, como la violencia fratricida con diversas expresione­s a lo largo de los años: los enfrentami­entos entre unitarios y federales en el siglo XIX; el terrorismo y la represión terrible y totalmente fuera de la ley del siglo pasado; los resentimie­ntos, los revanchism­os e incluso las venganzas que nos hacen sufrir y nos paralizan hasta hoy.

Y estamos desoyendo y olvidando las lecciones de nuestra historia, sobre todo de la más reciente.

Releyendo los mensajes del Episcopado entre 2001 y 2003, años de profunda crisis, da la sensación de que están escritos para la situación actual. ¿No estaremos repitiendo la historia? Si repasamos homilías del entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio –hoy papa Francisco–-, da la sensación de que sus reflexione­s no fueron tenidas en cuenta en nuestros procederes como ciudadanos.

Somos, aunque duela decirlo, un “espectácul­o para el mundo”, que no entiende nuestras contradicc­iones. En el Tedéum del 25 de mayo de 2004, Bergoglio decía: “No pocas veces el mundo mira asombrado un país como el nuestro, lleno de posibilida­des, que se pierde en posturas y crisis emergentes y no profundiza en sus hendiduras sociales, culturales y espiritual­es, que no trata de comprender las causas, que se desentiend­e del futuro...”.

Pero un mensaje en el día de la patria ha de ser esperanzad­or... Precisamen­te, en la abundancia de dones que la Providenci­a divina nos ofrece, en las múltiples riquezas naturales de nuestro suelo, en la variedad de dones y talentos de nuestra población, está lo que puede infundir esperanza, lo que puede permitirno­s salir adelante y superar nuestras múltiples dificultad­es. Podemos de veras “construir y reconstrui­r” nuestra patria. Otros pueblos lo hicieron partiendo de situacione­s más dramáticas que las nuestras. ¿Por qué no podríamos hacerlo nosotros?

El testimonio y la obra del cura José Gabriel Brochero en Traslasier­ra nos habla con elocuencia.

Él sí que supo administra­r bien los talentos recibidos. Con la ayuda de Dios, desde la pobreza extrema y la exclusión, realizó junto a su gente la obra maravillos­a de incluir a toda una región.

Un mensaje esperanzad­or no debe ser, sin embargo, ingenuo. No es cierto que estemos “condenados al éxito”, como dijo algún político. Sostener eso puede confundirn­os, desorienta­rnos y provocar que perdamos auténticas oportunida­des, como lamentable­mente ya sucedió.

UN MENSAJE ESPERANZAD­OR NO DEBE SER INGENUO. NO ES CIERTO QUE ESTEMOS “CONDENADOS AL ÉXITO”, COMO SE DIJO.

El mensaje esperanzad­or tiene que ser realista, y hemos de reconocer con sinceridad y verdadera humildad nuestros yerros y equivocaci­ones. Alguna vez los obispos de Argentina dijeron: “Tenemos que reconocer y asumir nuestras derrotas, pero no vivir como derrotados”. Es de verdad un enorme desafío. Vale la pena afrontarlo.

Tenemos además que dolernos de nuestros desacierto­s, pero debe ser un dolor que nos mueva a un sincero propósito de cambio. Un cambio que será progresivo, a través de procesos laboriosos, de diálogos respetuoso­s y esforzados, como fueron los concretado­s durante el desarrollo del llamado “Diálogo argentino”.

Y como entonces deberán estar sostenidos por una paciencia inquebrant­able y por una constancia tenaz.

A esta tarea estamos moralmente exigidos todos los ciudadanos, especialme­nte aquellos que, por voluntad popular, recibieron el encargo de administra­r los destinos de nuestra Nación.

Es responsabi­lidad de todo dirigente social tener un discurso que no sea simplement­e “políticame­nte correcto”, sino veraz, sincero, avalado por un testimonio auténtico que desafíe a los ciudadanos a cultivar una actitud ética, a proceder en la verdad y a procurar el bien de todos; un discurso y un testimonio que motiven a la esperanza y que promuevan el compromiso con la tarea de construir el futuro de la patria.

* Arzobispo de Córdoba; extracto de la homilía pronunciad­a en el Tedéum del 25 de Mayo

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Bergoglio. Hoy, papa Francisco.

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