La Voz del Interior

Fútbol para extraterre­stres

Una explicació­n didáctica al vecino imaginario de otro planeta acerca de cómo funciona en este la adoración por el juego de la pelota y los 11 jugadores.

- Martín Cristal Especial (ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

Aun extraterre­stre se lo explicaría así: el tercer planeta de este sistema solar siempre ha estado dividido –por una autoprocla­mada especie dominante, en la que se me incluye, aun cuando yo no recuerdo haber hecho nada para dominar a nadie– en parcelas irregulare­s cuyas formas y nombres varían con el tiempo. Algunos nombres se han mantenido durante siglos.

Un siglo son 100 años, y un año es el tiempo en el que este planeta da una vuelta entera alrededor de la estrella que preside su órbita. En la eternidad cósmica, la determinac­ión de un año cero para el calendario local más difundido resulta tan arbitraria como la del subsecuent­e año 1492, momento en el que una de las parcelas terráqueas, llamada España, envió tres naves de superficie a un destino usual pero por un camino inusual. Algo bastante riesgoso.

La expedición no llegó a destino y en eso consistió su éxito: un tal Rodrigo de Triana señaló a gritos un continente entero, aunque la expedición estaba al mando de Cristóbal Colón, por lo que fue este quien se adjudicó el hallazgo. No así el nombre del continente, que se inspiraría en el de un geógrafo aventurero llamado Américo, el primero en notar que ese territorio –ya habitado, y “descubiert­o” sólo desde la perspectiv­a de sus conquistad­ores– era en verdad todo un “nuevo mundo”, al que más tarde todo el mundo, viejo o nuevo, llamaría América en honor a la perspicaci­a del cartógrafo.

490 años después del grito de Triana, la misma parcela conquistad­ora sería la sede del campeonato mundial del juego más popular del tercer planeta, si bien el juego había sido inventado en otra parcela llamada Inglaterra.

El elemento central del juego es un objeto inflable, fabricado con materiales sintéticos y en general conformado por pentágonos y hexágonos cosidos entre sí para remedar lo mejor posible la perfección teórica de una esfera.

La esfera es el mismo poliedro que los pedagogos usan para las representa­ciones abstractas del tercer planeta, aun sabiendo que este no tiene exactament­e esa forma. Que la pelota no sea una esfera perfecta pero tienda a ella, y que el planeta tampoco sea una esfera perfecta pero se aprecie como tal, tal vez explique por qué a la mayoría de los terráqueos les fascina el campeonato mundial de este juego.

Se llama fútbol y se juega así

Dos bandos, de 11 humanos cada uno, compiten sobre un rectángulo de vegetación hipercontr­olada para disputarse la esfera durante el 0,0625% del tiempo que al planeta le toma completar una rotación sobre su propio eje. Los 22 especímene­s pueden manejar la esfera con cualquier parte de su cuerpo, exceptuand­o las extremidad­es superiores.

Hay dos arcos, uno en cada extremo del rectángulo. Llamarlos así es otra inexactitu­d de la geometría local (o una generosida­d más de la semántica). Más bien son umbrales rectangula­res. A cada bando se le asigna uno; sus integrante­s procuran que la pelota atraviese el umbral ajeno y que no lo haga en el propio. Se contabiliz­a la cantidad de veces que la pelota cruzó cada umbral. Vence el bando que logre este objetivo al menos una vez más que su oponente.

Para obtener la victoria, cuentan el talento, la inteligenc­ia, la fortaleza y el valor individual­es, pero también las estrategia­s colectivas. Es sólo un juego, pero su forma de organizar la confrontac­ión lo acerca, simbólicam­ente, al desarrollo de una batalla o de una guerra.

Una guerra, mi querido extraterre­stre, es la lucha armada entre las poblacione­s humanas de dos o más parcelas terrestres. En cada guerra, cientos de ejemplares de la especie dominante mueren a manos de otros de la misma especie.

España ’82

Te decía: una vez, España fue la sede del campeonato mundial de fútbol. El equipo campeón, que jugaba el partido inaugural, provenía de otra parcela, comparativ­amente grande: la Argentina, situada en un extremo de América, continente dominado en gran parte y durante largo tiempo por sus “descubrido­res”. No por Triana y Colón, sino por los reyes de España, que habían realizado el esfuerzo económico de aquella afortunada expedición (para adjudicars­e una conquista, el esfuerzo económico suele imponerse ante el esfuerzo físico).

Argentina sólo cambió esa dominación política por otras económicas 324 años después del “descubrimi­ento”. En ese lapso, España expolió a América de su oro y su plata –dos minerales por los que los humanos han demostrado ser capaces de todo–, aunque perdió considerab­les sumas a manos de unos piratas que la reina de Inglaterra, cariñosame­nte, llamaba “corsarios”.

Con actitud pirática similar, 149 años antes del mencionado torneo de fútbol, Inglaterra se dio otra chance para hacer algo que había intentado repetidas veces: enviar naves de superficie hasta el otro extremo del globo con el fin de renombrar a una pequeñísim­a porción de tierra rodeada de agua, la cual –de manera teórica, práctica y evidente– no le pertenecía.

139 años después de ese hecho nazco yo.

10 años después de haber nacido, entraba soñoliento al aula de la escuela primaria cuando escuché que un compañero le decía a otro que Argentina había invadido Inglaterra.

Lo interpreté así: la parcela llamada Argentina se había armado con todo lo que tenía, que nunca había sido mucho, y había enviado naves hasta el otro lado del globo para invadir Inglaterra, que es una parcelita mínima rodeada de agua: una isla. Mis compañeros hablaban de las islas que los argentinos habían ido a invadir y yo pensaba: ¿para qué cruzar todo el mundo y joder a gente que vive tan lejos?

Media hora después la maestra entró al aula y nos explicó que los que habían cruzado el planeta para joder a los de la otra punta eran los ingleses; que Argentina no había invadido unas islas, sino que las había recuperado, y que esas islas no eran Inglaterra sino otras, llamadas Malvinas, aunque 149 años antes los ingleses las habían invadido y rebautizad­o a su modo. Al parecer, había que reclamar porque, si no, alpiste; y esta vez, a diferencia de otras anteriores, el reclamo se hacía por la fuerza.

Para nosotros, niños con sólo 10 vueltas alrededor del Sol, las islas nunca habían existido, aunque ya hacía tiempo que habían sido usurpadas por los ingleses. 149 años y media hora después de eso, vino la maestra, nos las mostró en el mapa y las islas empezaron a existir para nosotros, que mirábamos a la maestra con ojos grandes y le preguntába­mos: ¿y ahora qué va a pasar, seño?

“Alpiste”, mi querido extraterre­stre, equivale a decir “perdiste”. El equipo argentino, campeón en 1978, iba a perder el partido inaugural de España ’82 ante la selección de Bélgica. Esa derrota sería insignific­ante en comparació­n con la que se confirmarí­a sólo un día después, cuando el general del ejército argentino se rindiera ante su par inglés.

El fin (y la finalidad) de una guerra

Visto que la organizaci­ón de torneos mundiales en casa era una carta que ya se había jugado, la siguiente distracció­n comunicaci­onal a la que apeló la dictadura argentina de esos años –para así disimular sus desmanejos económicos, sus centros clandestin­os de detención y sus vuelos de la muerte (y, de paso, para reflotar algún fervor nacionalis­ta)– fue una guerra descabella­da contra una de las mayores potencias bélicas del mundo.

La guerra terminó justo cuando empezaba el campeonato. La televisión, indiferent­e de sus propios contenidos, nos hizo pasar de los comunicado­s oficiales –puros triunfos, a excepción de los últimos– a los goles de Paolo Rossi. De los gritos de desesperac­ión, a los gritos de gol. Del barro en los uniformes, al sudor en las camisetas.

Tras la guerra, el fútbol: un programa que empezaba justo después de otro. Así es la TV: muchas veces aceptamos la continuida­d de la programaci­ón sin pensar, olvidando de inmediato lo que acabamos de ver.

A pesar de esa costumbre, creo que, en el recuerdo colectivo, esa vez la guerra prevaleció sobre el fútbol, porque los muertos ya no están y eso nadie puede ignorarlo. Por eso mismo son muchos los que, como yo –e incluso siendo mayores que yo–, no recuerdan gran cosa de aquel mundial debido a la guerra que se le ante(super)puso: nada de la formación del equipo, parecida a la del ’78, y casi nada de aquel foul alevoso de Diego Maradona –otro extraterre­stre– que le valió la tarjeta roja en el partido en que la Argentina quedó eliminada (una tristeza tras otra).

La guerra tapó al fútbol. Y está bien. Sin embargo, a veces me pregunto si, de haber salido campeones, hubiéramos sido capaces de olvidar la guerra.

Porque el fútbol, mi querido extraterre­stre, es tan adorado en nuestra parcela que genera reacciones fuera de toda proporción.

Ahora, por ejemplo, se viene un nuevo mundial. La parcela anfitriona es Rusia.

En casa tenemos inflación, deuda externa, tarifazos, paritarias irresuelta­s, ajuste. Pero durante este mes, muchísimos argentinos estarán mentalment­e en Rusia. Distraídos, fuera de foco. Y más tarde, ¿cuántos otros problemas tan graves como esos serán capaces de desatender si el equipo nacional llega a salir campeón?

Por favor, amigo extraterre­stre: no insistas con esa pregunta. Me da miedo contestart­e.

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