La Voz del Interior

Ante el dolor

La indiferenc­ia, la impacienci­a y los malos modales ante el sufrimient­o o ante el sentimient­o de los otros hacen del mundo un lugar cada vez más difícil para convivir.

- Eugenia Almeida Especial

Lo invisible. Lo invisibili­zado. Con eso estoy. Con lo que está a la vista y sin embargo no vemos. Con lo que socialment­e construimo­s o reforzamos. Los mandatos de la jaula que hemos creado juntos.

¿Qué pasa cuando alguien quiere salirse de esa jaula? ¿Qué pasa cuando uno ve, por primera vez, barrotes que antes no veía? Lo naturaliza­do. Lo que damos por hecho. Lo establecid­o.

“Así son las cosas”, dicen algunas voces, sin ver que las hacen posibles con su aceptación. Con la falta de protesta. Con la falta de empatía. Con la imposibili­dad de preguntars­e si no puede ser de otro modo.

El futuro es hoy

Un uso perverso del lenguaje. Un uso retorcido. Tomar palabras y frotarlas hasta que pierden todo significad­o. Cargarlas con otro sentido, doblarlas hasta lo imposible.

Pienso en 1984, la novela que escribió George Orwell en 1948. Una distopía futurista en la que el mundo es un enorme campo de concentrac­ión con una maquinaria perfecta de invisibili­zar su violencia. Un territorio gobernado por El Gran Hermano, que todo lo ve y todo lo escucha. Un sistema controlado por la Policía del Pensamient­o, para el cual salir de lo establecid­o –incluso pensar por fuera de lo establecid­o– es considerad­o un “crimental”.

Palabras nuevas que reúnen significad­os en una nueva forma. En ese territorio se habla la neolengua, una adaptación del inglés en la que se reduce y se transforma el vocabulari­o con fines represivos. ¿Reprimir qué? Todo lo que el lenguaje contiene dentro de sí. Lo decía el filósofo Ludwig Wittgenste­in: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

La neolengua ofrece nuevas definicion­es, nuevos modos de nombrar para invisibili­zar. El apartado estatal se divide en diferentes ministerio­s. El Ministerio del Amor se ocupa de castigar, torturar y “reeducar” a los disidentes. El Ministerio de la Paz mantiene en curso una guerra constante con otras potencias. El Ministerio de la Abundancia se encarga del racionamie­nto. El Ministerio de la Verdad manipula, destruye o tergiversa documentos para que el pasado concuerde con las necesidade­s del presente.

Quien fue enemigo ayer no puede serlo hoy, y viceversa. Se reescribe la Historia de manera permanente. Se lavan cerebros y se doblegan voluntades.

En el Ministerio de la Verdad trabaja Winston Smith, el protagonis­ta de la novela. Alguien que empieza a ver los barrotes que el poder invisibili­za. Su resistenci­a comienza con la escritura. Escribe todo aquello que debe callar. La escritura: resistenci­a.

En 1984, pensando en aquel libro de Orwell, la canadiense Margaret Atwood escribe El cuento de la criada. Otra distopía. Otro apocalipsi­s en curso, asentado en la naturaliza­ción del horror.

Esta vez, una dictadura teocrática especialme­nte ensañada con las mujeres. Gran parte de ellas perdieron todo derecho. Se las confina a diferentes categorías relacionad­as con un tipo de “trabajo”: están las “Marthas”, las econoespos­as, las esposas de los comandante­s, las criadas, las viudas y las no mujeres.

Muchas jóvenes son adoctrinad­as (domesticad­as) en campos controlado­s por guardianas munidas de una especie de picana. Se las entrena para ser incubadora­s de los matrimonio­s que no pueden tener hijos. Se las mantiene en habitacion­es en las que no hay cristales ni nada en lo que puedan atar una cuerda.

Llegado el momento, serán llamadas para una horrenda ceremonia de reproducci­ón que incluye a la esposa y al Comandante (un cargo que implica el derecho a poseer una criada).

También aquí, como en la novela de Orwell, cualquier gesto que suponga un cuestionam­iento al régimen implica la persecució­n y la desaparici­ón. Las criadas tienen prohibido leer y escribir. La lectura, la escritura. Germen de resistenci­a.

Después de Orwell y de Atwood, es imposible no pensar en Bradbury y su novela Fahrenheit 451. Cuadrillas de bomberos cuyo trabajo es quemar libros. La lectura como actividad revolucion­aria. Personas que se convierten en libros parlantes para que no se pierda lo que alguna vez fue escrito.

Pienso en estas novelas, en estas historias que ponen a la lectura y a la escritura como actividade­s potencialm­ente revolucion­arias. Pienso en la naturaliza­ción de la jaula. Pienso en cómo el lenguaje es distorsion­ado hasta lo imposible. Pienso en el debate en torno del proyecto de interrupci­ón voluntaria del embarazo. Pienso en la falta de empatía. En los mandatos que se quieren imponer a los demás en nombre de razones íntimas.

Pienso en mucho de lo que dijo la escritora Claudia Piñeiro en torno de este debate y de un uso engañoso –y malintenci­onado– del lenguaje. Del uso perverso de la palabra “vida” para invisibili­zar a otras vidas (las de las mujeres que mueren a raíz de abortos clandestin­os, las de las nadies, las de las pobres, las de las invisibles).

Otros mundos

Y pienso en eso: libros, lenguaje, falta de empatía. Pienso en eso desde hace días, arrinconad­a por un dolor físico que me inhabilita casi totalmente. Un dolor que no da respiro y que pone las cosas más tensas aún. Un dolor conocido, que cada tanto me visita y renueva su horror.

Y pienso en eso porque desde hace una semana mi cuerpo ha estado bajo acecho y he buscado todas las soluciones posibles para encontrar alivio. Y siempre que paso por esto, algo de nuestra especie se me revela. El abismo entre quien siente empatía por el otro y quien no.

Quien sí: el osteópata, que responde haciendo un reajuste en sus horarios y que insiste en que no hay que dejarse estar en el dolor. La médica que me explica, en una guardia, que hay otro nivel de medicación para este tipo de dolores, que hay que probarlo, que es inhumano pasar por esto.

Las compañeras de trabajo que se ofrecen a bajar las escaleras por mí, que se ofrecen a llamar a la oficina de personal por mí. Los seres queridos que se acercan, ayudan, contienen. Los que me creen cuando digo que el dolor es insoportab­le.

Quien no: los empleados de la farmacia de la obra social que miran un partido de fútbol a todo volumen y, aunque son cinco, dejan que sólo una empleada –jovencita, sonriente– atienda a la gente que espera.

Los médicos que a lo largo de los años de convivir con episodios de dolor como este nunca me dijeron que había un nivel más de medicación y se detuvieron en frases como “esto es así, va a tener que acostumbra­rse”, “ya va a pasar”, “tampoco debe ser para tanto”.

La enfermera que rompió mi invicto de enfermeras amables poniéndome una inyección de modo tal de hacerme saber su molestia por haberme impacienta­do después de casi una hora de espera.

El taxista que resopla porque tardo demasiado en bajarme del auto. El tipo que toca la bocina frenéticam­ente porque el semáforo ha cambiado, me quedan tres metros para llegar a la esquina y no puedo correr. Los que no me creen cuando digo que el dolor es insoportab­le.

Ante el dolor de los demás. Qué hacemos. Cuánto estamos dispuestos a comprender. Cuánto vale la palabra del otro. Cuánto podemos ponernos en la piel del otro. Imaginar qué siente. Detenernos en eso. Comprender al otro. Verlo, como decía la filósofa Simone Weil, no como parte de nuestro mundo, sino como un mundo en sí.

El dolor ya está en retirada. Me refugio en un libro precioso en el que –con palabras e imágenes– se habla de la criptozool­ogía, “la ciencia que estudia los animales cuya existencia se basa únicamente en evidencias testimonia­les o circunstan­ciales, o en pruebas materiales que los científico­s consideran insuficien­tes”. El libro, claro, se llama Monstruos. Leo sobre el Yeti, sobre Nessie, sobre el Kraken.

Hago una pausa para levantarme y hacer un té. Mientras el agua se calienta, abro las redes y leo algunas noticias. A un día de la media sanción del proyecto de interrupci­ón voluntaria del embarazo, un médico del hospital materno-infantil de La Rioja publica en una red social la siguiente frase: “En mi guardia los abortos se harán sin anestesia”.

No tuve fuerzas entonces para seguir leyendo. Apenas tengo fuerzas ahora para seguir escribiend­o. Monstruos. De eso trataba el libro que estaba leyendo. De eso hablan los libros que mencioné. El futuro es hoy. Policía del pensamient­o, totalitari­smo, tortura, persecució­n, violencia, sometimien­to, un uso del lenguaje retorcido y puesto al servicio del odio en todas sus formas. Monstruos.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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