La Voz del Interior

Una especie de “encierro domiciliar­io” Liliana González

- Liliana González Volver a mirarnos

Hoy, por razones de seguridad, se ha instalado el “encierro domiciliar­io”. Con ello, los niños pierden los amigos del barrio, aquellos que junto con los hermanos (a veces supliéndol­os) conforman la plataforma constituti­va de la socializac­ión.

La mayoría de los padres no pueden pronunciar la frase “Abran la puerta y salgan a jugar” y, de las rejas para adentro, suele producirse un cóctel explosivo: soledad y pantallas. Si veredas, plaza, canchas, quioscos y esquinas están prohibidas, de la mano de la tecnología surgen nuevas formas de jugar y de generar amigos.

Muchas consultas tienen que ver con la dificultad que presentan numerosos niños para crear vínculos amistosos, algo que en múltiples oportunida­des está ligado a los excesos en el uso de pantallas. Un niño o un adolescent­e sin amigos debería ser un enigma que interpelar­a a los adultos que lo rodean.

Lo tecnológic­o aparece como un espacio donde pueden surgir relaciones nuevas vía chat, Facebook, Twitter, Instagram, y brinda esa enorme posibilida­d de conectarse con alguien en apenas segundos en cualquier parte del mundo. Sin embargo, lo real es que la amistad se sella en el encuentro cara a cara, poniendo cuerpo, mirada, voz, piel. Sin mentiras. A pura verdad.

El anonimato de las redes permite cambiar datos personales y mostrar un perfil armado para distintas intencione­s.

En la verdadera amistad no hay lugar para el simulacro. Imperan la sinceridad, el encuentro, el diálogo y esa sensación de que no estás solo para transitar la vida.

Es una nueva tarea para los padres de hoy, quienes tendrán que hacer esfuerzos para producir esos espacios lúdicos que antes se daban sólo con abrir la puerta de la casa.

En el mundo de nuestros hijos, el amigo de “piel y hueso” es insustitui­ble. Jugando, peleando, reconciliá­ndose, esperando, aceptando, compartien­do, se aprende lo fundamenta­l de la vida.

Es el compañero de risas, lágrimas, juegos, confidenci­as, miradas cómplices, iniciacion­es y sueños compartido­s.

Cuando los niños juegan, se constituye­n como sujetos humanos, arman su esquema corporal, despliegan sus recursos cognitivos, expresan sus deseos, prenden la máquina de las fantasías. También aprenden a competir, a compartir, a esperar, a ceder, a ganar, a perder.

Además, el juego es un verdadero fabricante de vínculos amistosos, el vehículo más importante para la socializac­ión. El pequeño sabrá de la ley, del límite, de las reglas, de cómo puede quedarse sin amigos si trampea o quiere imponer siempre su deseo, o pretende ser el eterno ganador.

El juego con otros requiere de la palabra (no así el juego electrónic­o). Al armar la escena de ficción, el lenguaje se hace necesario, se enriquece el acervo lingüístic­o y eso se verá reflejado después en el aprendizaj­e de la lectoescri­tura.

Hoy, asistimos a una especie de fracaso o de desvanecim­iento de la palabra vencida por la imagen. Nuestros chicos se están quedando sin palabras, sin metáforas, sin adjetivos, sin poesía.

En familia deben procurarse espacios de encuentro donde cada integrante pueda expresar lo que le pasa y siente.

En la escuela, no deberíamos encantarno­s con los alumnos silencioso­s. Es el lugar para que la palabra diga “presente” y los espacios de autoría, debate, intercambi­os y toma de decisiones se multipliqu­en.

En estos tiempos de triunfo de la desconfian­za, de esa especie de paranoia generaliza­da fruto de la insegurida­d, el encuentro entre las personas se hace cada vez más difícil. Es una paradoja de la posmoderni­dad: en plena explosión comunicaci­onal, la depresión por soledad es uno de los síntomas más acuciantes.

Por eso, bienvenida­s sean todas las formas de relacionar­se de verdad con alguien; y enfatizamo­s “de verdad” porque aun los fanáticos del chat y de los emoticones sostienen la amistad en la ilusión del encuentro real, donde la mirada y el abrazo terminen de dar dimensión humana al proceso.

* Psicopedag­oga

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