La Voz del Interior

Selección argentina Delirios y grandeza

- Carlos Schilling cschilling@lavozdelin­terior.com.ar

le hizo a Getafe, pasando a medio equipo a más velocidad de la que Mbappé mostró el sábado.

No podrá hacerle goles a los 19 equipos de la liga española en partidos consecutiv­os, no meterá 92 goles en un año calendario y hasta pasarán cinco o más partidos en los que no marque.

Es finalmente saludable dejar de insistir con lo del “mejor del mundo” para pasar a insistir desde otro lugar. Lo mejor de Messi ya pasó. Tiene 31 años y sus años de dribleador infernal, por pura biología, se esfumaron. Lo de Messi, de ahora en adelante, es el aporte desde otro lugar.

Ya que siempre se compara con Maradona, hablemos entonces de Maradona-Messi. El Diego del ’94 no iba a esprintar entre ingleses, pero sí podía sacar telas de araña en los ángulos, como mostró ante Grecia en el 4-0 en Estados Unidos.

Messi estará para eso. Para acomodarse en el delgado equilibrio de ser uno más y seguir siendo uno de los mejores de la historia. En ningún caso Messi será salvador. No lo fue en sus mejores días, no lo será en los últimos días.

Messi tendrá 35 años para el último intento en Qatar. Será más cerebral, su versión más Riquelme. Un retro en un fútbol explosivo, mbappeano, pavoneano.

Zidane la rompió a los 34 en Alemania 2006, llegó a la final y si no perdía la cabeza... pero tampoco jugó “solo”. Ni el Diego del ’86 lo ganó solo el Mundial en México, como aún se cree en el fabulario del hincha argentino que ya desenfoca la memoria de tanto extrañar una caricia.

Si Uruguay pelea contra todos con dos delanteros guapos, cómo Argentina no va a poder con lo que le queda a Messi. Aunque ya no sea “el mejor del mundo”.

Repitamos todos: MESSI YA NO ES EL MEJOR DEL MUNDO.

Uno de los grandes problemas del fútbol argentino es el delirio de grandeza que ha sufrido en distintos períodos de la historia, con un solo paréntesis entre el estrepitos­o fracaso del Mundial de

1958 y el exitoso Mundial de 1978. El 6 a 1 contra Checoslova­quia en Suecia y el 4 a 0 contra la Holanda de Johann Cruyff en 1974 marcaron los hitos de nuestra más honda depresión. Fue César Menotti quien erradicó el complejo de inferiorid­ad que durante esos

20 años padecieron futbolista­s y técnicos argentinos respecto del fútbol europeo. Pero tal vez los dos mundiales ganados en un período de 12 años, las aparicione­s de Diego Maradona y, luego, de Lionel Messi volvieron a propulsarn­os a una altura desde la cual siempre duele más la caída.

El fracaso o la frustració­n –para citar la palabra que usó Jorge Sampaoli– se debieron a múltiples causas en Rusia, muchas de ellas ajenas al juego en sí mismo.

Pero creo que el componente distorsivo que tiene el delirio de grandeza no fue señalado en sus efectos concretos por los analistas, pese a los múltiples ensayos de psicofútbo­l espontáneo.

Sampaoli estaba demasiado convencido de que Argentina tenía un potencial superior a todas las seleccione­s y de que además contaba con el mejor jugador del mundo. Esa percepción distorsion­ada de la realidad le impidió ver el milagro que significab­a ganarle

2 a 1 a Francia en los 50 minutos del segundo tiempo. Ahí tenía que meter dos cambios defensivos y ver si los franceses podían traducir su velocidad física a velocidad mental.

Fue un instante histórico, pariente lejano de aquella oportunida­d perdida en EE.UU.

1994, cuando la Argentina, en vez de salir a empatar ante Bulgaria, decidió exponer su heroicos sentimient­os maníaco-depresivos por la suspensión de Maradona, y terminamos terceros en la zona, lo que nos condenó a jugar sólo tres días después contra Rumania, que nos entregaría en mano el certificad­o de eliminació­n.

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