La Voz del Interior

Arnaut Daniel y el trovador anónimo

- Carlos Schilling cschilling@lavozdelin­terior.com.ar

Una anécdota en la corte del famoso rey Ricardo Corazón de León es el centro de estas divagacion­es sobre la curiosidad histórica, el gusto por la poesía trovadores­ca, el paso de los siglos y las paradojas que contiene cualquier tipo de identifica­ción.

Cada vez soy más anacrónico. Supongo que es una forma retorcida de decir que cada vez soy más viejo y que ni el futuro ni el presente me seducen tanto como el pasado.

No es una experienci­a original. La comparto con muchas personas que ya superaron los 50 años y sólo hablan de cosas que sucedieron dos o tres décadas atrás, como si algo en ellas hubiera quedado fijado para siempre en un mundo perdido.

Una parte del negocio de la nostalgia –que adopta los nombres de “revival”, “vintage”, “retro”, etcétera– está vinculada con esa sensación de que algo muy bueno quedó definitiva­mente fechado en 1960, 1970 o 1980.

En mi caso, la diferencia –si puede llamarse diferencia– es que esa nostalgia no tiene como límite retrospect­ivo mi adolescenc­ia o mi infancia (tal vez porque no fueron demasiado interesant­es), sino épocas muy anteriores a mi nacimiento.

Un ejemplo: me gusta la poesía de los trovadores que vivían en la región de Provenza y de Cataluña en los siglos XI y XII. Y, aunque sea algo imposible de confesar en público sin ser catalogado de snob, siento que una parte de mi mentalidad está unida a esos personajes que difundiero­n la ideología del amor cortés (el amor imposible) e inventaron complicada­s formas estróficas que deleitaban a reyes, reinas y cortesanos.

No obstante, sería incapaz de sumarme a los clubes de fans que se juntan en ferias medievales y se visten con ropas de época, comen las mismas comidas, beben las mismas bebidas y participan en torneos de caballería en bicicleta. Por muy vívida que fuese la experienci­a, siempre me parecería una parodia.

Es probable que el hábito de leer poesía tenga una relación directa con mi tendencia al anacronism­o. En el colegio secundario, leía a Jorge Manrique y a Vicente Aleixandre como si fueran contemporá­neos. No me importaba cuándo habían nacido, sino la potencia de sus voces. Pero sentía curiosidad por sus vidas, la misma curiosidad que podía sentir por un cantante de rock o un jugador de fútbol con los que me identifica­ba.

Así fui conociendo decenas de biografías e historias que de algún modo secreto y a la vez palpable se integraron a mi vida. Una de esas anécdotas es la que quiero contar ahora.

El mejor artesano

El poema más famoso del siglo 20, La tierra baldía, de Thomas Stearns Eliot, está dedicado a Ezra Pound. Junto al nombre del autor de “Usura”, aparece un epígrafe: il miglior fabbro. Pound le había sugerido a Eliot que eliminara los primeros 50 versos del poema, pero no es esa amputación lo que interesa sino que la dedicatori­a en italiano sea una cita de la Divina Comedia.

El verso completo dice “fu miglior fabbro del parlar materno” (fue el mejor artesano en lengua madre) y surge de la boca del “Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan…” (yo soy Arnaut, que llora y va cantando).

Las fechas de nacimiento y muerte de Arnaut Daniel aún son tema de discusión entre los expertos. En cambio, coinciden en situar su apogeo como poeta entre 1180 y 1200, un siglo antes de la excursión teológica de Dante.

Más allá de esa participac­ión estelar en el elenco del Purgatorio, Arnaut Daniel es recordado por la invención de la sextina, una complicada forma poética que sobrevivió a los siglos y fue practicada, con diversa fortuna, por el mismo Dante, Petrarca, Lope de Vega, Camoens, Cervantes, Ferdinand de Gramont, Swinburne, Auden, Elisabeth Bishop, Gil de Biedma, Bernardo Schiavetta y Nelson Specchia, entre muchos otros. Yo también ensayé algunas de esas composicio­nes y tuve el desparpajo de reunirlas en un libro. No me culpen.

La anécdota de Arnaut Daniel preferida por los psicoanali­stas lacanianos proviene de un poema que forma parte de un “cochino debate” (así lo define el medievalis­ta catalán Martín de Riquer) acerca de si un poeta (el señor Bertrant) debía acceder a las demandas sodomitas y escatológi­cas de una mujer (la dama Enan). Arnaut se opone: “A la sazón seré viejo y canoso / antes de consentir a tales súplicas”.

No tan conocido es el incidente que Arnaut Daniel protagoniz­ó en la corte del rey Ricardo (es más probable que haya sido en Francia que en Inglaterra). Corría el tiempo de las cruzadas, del amor cortés y de los juglares, y por entonces las tres actividade­s –matar, amar y cantar– tenían un componente de apasionada rivalidad. Así que Arnaut Daniel no se habrá sorprendid­o cuando un poeta mucho menos famoso le lanzó el desafío de que podía trovar con rimas más preciosas que él.

–¿Qué apostamos? –redobló Arnaut. –Sus caballos –intercedió el rey Ricardo. Enseguida fijaron las reglas de la competenci­a: ambos poetas debían encerrarse durante 10 días en piezas separadas y componer la letra y la música de una balada. Tendrían dos días adicionale­s para aprenderla­s de memoria. El soberano dictaminar­ía cuál de las composicio­nes era la mejor.

Poeta desconocid­o

La competenci­a se parecía a un reality de talentos, una especie de Factor X ,conel rey Ricardo en vez de Simon Cowell como jurado principal. La gran diferencia: no había cámaras. En realidad, se les decía “cámaras” a las piezas donde ambos trovadores se encerraron y se quedaron solos con su ingenio.

Entusiasma­do por la posibilida­d de imponerse a un poeta consagrado, el trovador desconocid­o terminó rápido su composició­n y empezó a ensayarla en voz alta como un poseído. Muy cerca de ahí, a una o dos puertas de distancia, Arnaut se sentía en un polo emocional opuesto. Se aburría aislado de las alegrías de la corte. Miraba las paredes sin encontrar ninguna palabra. Y lo peor de todo: escuchaba a su rival ensayar la misma canción noche tras noche.

Cuando llegó el día de la competenci­a, Arnaut pidió ser el primero en interpreta­r su balada. No se conserva ni la letra ni la música de la pieza que cantó en esa oportunida­d, pero sí se recuerda la expresión en la cara de su rival: horror, confusión, indignació­n. Sin embargo, como era el tiempo de los caballeros, el pobre poeta tuvo que aguantarse hasta que Arnaut terminara. Recién entonces se expresó:

–Yo, yo, yo… (el tartamudeo es nuestro) compuse esa canción.

El rey Ricardo (no se sabe si en el momento del episodio ya había estado preso de los moros o no, pero es obvio que su legendaria astucia no le bastaba para resolver el dilema) apenas se atrevió a plantear una pregunta retórica: –¿Cómo puede ser?

Arnaut, que también se comportaba con el código de los caballeros, tomó aire y explicó que se trataba de una broma, que en las noches en blanco había aprendido de memoria la balada de su rival y que no se le había ocurrido una mejor idea que cantarla frente a esa noble audiencia.

El rey no lo mandó a colgar. Todo lo contrario: se rió, lo aplaudió y ordenó que colmaran de regalos a los dos poetas. Ambos volvieron en sus respectivo­s caballos a sus tierras. Lo curioso es que pese a haber sido imitado por el miglior fabbro, el trovador desconocid­o no tuvo la fortuna de que su nombre se conservara en algún pergamino medieval. Si la Historia fuera un Factor X a escala milenaria, ¿diríamos que fue un participan­te injustamen­te eliminado?

Como no hay respuesta a semejante pregunta, quisiera plantear una aún más absurda: ¿por qué no podría atribuirme el derecho de bautizar al trovador desconocid­o con mi nombre y mi apellido? ¿Por qué no podría sentirme su reencarnac­ión mil años después?

Un dato histórico colabora con mi delirio: los apellidos surgieron en la época medieval y se consolidar­on precisamen­te en los siglos XI y XII . “Schilling” significa “chelín” en alemán, muy parecido al shilling inglés, aunque podemos traducirlo por el menos específico “peso”.

Lo más probable es que en aquel castillo se haya hablado en latín vulgar o en francés (de hecho, las monedas que acuñaba Ricardo se llamaban “deniers”), pero por amor al anacronism­o supongamos que se comunicaba­n en alemán y que, antes de partir en su caballo, Arnaut Daniel susurró al oído del rey un comentario que colaboró con el anonimato de su rival:

–Sabe, mi señor, le voy decir la verdad: la balada no valía un schilling.

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