La Voz del Interior

Frío, bandoneón y desamparo

- Alejandro Mareco Albures argentinos

tuviste que buscar casi solo. Tenías genio y te convertist­e en un laburante obsesivo. Decías, y yo también lo sabía, que la inspiració­n es una pequeñísim­a parte y lo demás era laburo.

–Sí, Pichuco, la inspiració­n es apenas la punta del ovillo.

–Decime, vos preferís el invierno antes que el verano, ¿no?

–Sí. Es que el verano es para tomar algo fresco y tirarse a la pileta. Uno no puede encerrarse todo el día a componer.

–Lo sabía. ................................................. Somos el pueblo del final del sur. Esto no sólo trae consigo un estigma de frío, sino también de soledad: casi todos los pueblos están en otra parte y nosotros aquí (nosotros y los chilenos), presintien­do la extensión de nuestra geografía perderse hacia el confín austral. Desde que el mundo encontró otra vuelta más cercana que el Estrecho de Magallanes, nadie viene hasta aquí sólo de paso.

El diálogo que abre la nota es un fragmento de una imaginario encuentro entre Astor Piazzolla y Aníbal Troilo en los jardines de la eternidad, publicado hace años (el miércoles pasado fue el Día del Bandoneón).

Estamos debajo del último trópico; más arriba, la América latina y morena que nos contiene en una gran identidad, respira la levedad de aires más cálidos.

El invierno es un albur argentino; está marcado en el alma de nuestra cultura, sobre todo urbana, y tiene que ver con la introspecc­ión: el hecho de mirar hacia adentro de uno, del país, carga con cierta melancolía, con una imprecisa nostalgia que siempre nos devora en los sueños del ayer.

Estamos hechos de invierno y de sur. Pero cualquier bucólico elogio invernal se desmorona frente al frío hecho materia: la adversidad se vuelve amarga y despiadada cuando el invierno martiriza a aquellos que atraviesan las noches tiritando o jugándose la vida por un poco de calor. Mientras tanto, las tarifas asfixian.

Y no sólo desesperan las bajas temperatur­as, sino las inequidade­s y miserias de un país que no abriga a todos sus hijos. El frío se vuelve entonces una metáfora de desamparo, como la que atraviesan en estos días tantos acorralado­s por la crisis.

Esas honduras del invierno que nos inspiran también nos interpelan. Al final, en el horizonte siempre hay una primavera, pero no se trata sólo de sentarse a esperarla. Las primaveras también se construyen.

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