La Voz del Interior

El Mundial, con ojos de niño

- Liliana González* Volver a mirarnos

Propongo mirar el reciente Mundial de Fútbol como si fuéramos niños. Cuando la selección argentina todavía participab­a, veíamos jóvenes y adultos vestidos y pintados de celeste y blanco, alegres, cantando y festejando cada gol. Era como una fiesta, que duró poco tiempo.

Algunos argentinos se ocuparon de opacarla y no estoy hablando de los jugadores ni del director técnico. Comportami­entos primitivos, violentos y discrimina­torios apareciero­n en la escena mundialist­a.

Y eran adultos. Quizás los mismos que, mirando con extrañeza a los más jóvenes, se quejan cotidianam­ente de la dificultad de poner límites y por las inconducta­s de niños y adolescent­es que se resisten a incorporar la figura de “la ley”, que regula la vida en sociedad.

Escenas de desbordes y violencias ya son habituales en las dos escenas educativas, familia y escuela: peleas callejeras, bullying, falta de respeto a la autoridad y al otro como semejante. Fenómenos de la época que lamentable­mente tienden a naturaliza­rse.

En esta ocasión, en el Mundial que tanto nos apasionó y nos distrajo, los actores de la violencia fueron adultos. Imaginemos por un instante a los que –siendo padres– vuelven a casa y piden a sus hijos que no peleen, que no digan malas palabras, que no se burlen de los compañeros.

Uno supone que los adultos que pudieron viajar a Rusia tienen recursos económicos y una reserva sociocultu­ral que deberían al menos permitirle­s recordar que se educa con el ejemplo.

Pues no lo hicieron. Y era el momento ideal para enseñarles a los más chicos que el fútbol es un deporte, y que cuando se sale a jugar (como en todo juego), se puede ganar o perder.

Que lo más lógico es que ganen los mejores y que las chances aumentan cuando se hace un buen trabajo de equipo, donde los egos se ponen entre paréntesis en pos de un resultado grupal.

Que ese resultado depende de un proceso en el que tiene que haber buenos jugadores, un líder y una excelente conducción.

Que la suerte a veces se pone a favor, pero que lo importante no es esperar milagros, sino trabajar esforzadam­ente buscando la excelencia.

Aprender a trabajar en equipo es una de las tareas de la escuela. Aprender a perder es tarea de todos, si entendemos que la vida incluye logros y frustracio­nes y que tolerar la frustració­n es un rasgo de madurez. Y la madurez no es una cuestión de almanaque. Por eso vemos niños “adultizado­s” y adultos “adolescent­izados”.

Se trata de un proceso educativo que a puro amor y límites encauza a los más jóvenes para que luchen por sus sueños, dentro del marco de la ley y del camino del esfuerzo continuado.

Esto será imposible si los adultos no retomamos la ejemplarid­ad para evitar que las nuevas generacion­es se sumerjan en discursos contradict­orios e incoherent­es.

El fútbol despierta pasiones y eso es conectarse con la vida. El problema es la pasión desenfrena­da, sin límite –como lo que exterioriz­aron ciertos hinchas–, que avasalla al otro porque vivencia al rival como enemigo y que nos dejó el sabor amargo de sentirnos mal representa­dos.

Es cierto. Fue un pequeño grupo, pero creo que merece una reflexión y un replanteo acerca de cómo transmitir los valores que nos hacen humanos y dignos desde muy pequeñitos.

Además del ejemplo y de la palabra, hay que asegurar el juego con otros en la infancia y el encuentro con amigos en la adolescenc­ia. La tecnología no enseña a respetar al otro ni tampoco a perder.

Ahora hay que volver a enfocarse. El Mundial nos distrajo por momentos de los problemas críticos que atraviesa nuestro país, que viene perdiendo en muchos sentidos, y que es celeste y blanco en la alegría y en el dolor.

(*) Psicopedag­oga

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(AP) Celeste y blanco. El fútbol es un juego, en el que se gana y se pierde.
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