La Voz del Interior

Maltrato, frío y hambre, el calvario de los niños migrantes

- Joan Faus El País, de Madrid

WASHINGTON. Ángel A., un niño mejicano de 13 años, lo describe como una “pesadilla”. En la “perrera”, como llama a un centro de detención para inmigrante­s en McAllen (Texas), fue separado de su madre, con la que había entrado ilegalment­e a Estados Unidos.

La celda en la que estuvo seis días en mayo con otros menores indocument­ados era un foco constante de humillacio­nes. Los guardas de seguridad les dijeron a él y al resto de los niños mejicanos que, por tener esa nacionalid­ad, debían situarse en la zona más fría de la celda, debajo del aire acondicion­ado. “Cada día, los guardas decían a los niños en mi celda que iban a ser adoptados y que nunca más verían a sus padres”, cuenta Ángel.

También los obligaban a despertars­e en medio de la noche y, si no lo hacían, los agitaban con fuerza, incluso a niños de 5 años. Él acabó siendo reunificad­o con su madre y, tras un mes detenidos en otro complejo, ambos fueron excarcelad­os.

El testimonio de Ángel es uno de los 200 recabados en junio y julio por organizaci­ones sociales e incluidos en una demanda en un tribunal de California contra el gobierno de Donald Trump por su trato a inmigrante­s, la mayoría centroamer­icanos que huyen de la violencia en sus países.

El documento judicial describe una atroz letanía de abusos, menospreci­o y malas condicione­s en los centros donde los indocument­ados pasan los primeros días tras ser arrestados en la frontera. Muchos se quejan del frío extremo, de la saturación de las celdas alambradas, de agua y alimentos en tan mal estado que prefieren no ingerirlos, de ser vejados por los guardas o de ser amenazados con no recibir atención médica.

Hubo denuncias de maltratos en el pasado en algunos de esos centros de detención, pero los testimonio­s también permiten conocer de primera mano la enorme angustia y la huella psicológic­a que provoca la política de separar a propósito a padres e hijos.

“No sabía dónde estaba mi madre”, cuenta Griselda, una gua- temalteca de 16 años que fue separada de su progenitor­a al entrar a Estados Unidos. En su celda, donde los gritos eran constantes, los guardas declinaban revelar dónde estaban sus padres.

Acechado por una ola de repudio internacio­nal, Trump derogó el 20 de junio la política de ruptura de familias, que se había iniciado en abril cuando la Fiscalía decidió presentar cargos penales contra cualquier adulto que entrara ilegalment­e a Estados Unidos.

Eso implicaba encarcelar a prácticame­nte todos los padres que iban acompañado­s de hijos y separarlos de ellos. Un juez ha impuesto un estricto calendario de reunificac­ión, antes de finales de julio, de las alrededor de 2.600 familias que fueron separadas.

La demanda en un tribunal federal de Los Ángeles aduce que el gobierno de Trump está incumplien­do un fallo judicial de 1997, conocido como el Acuerdo Flores. La sentencia dictaminó que un menor, solo o con sus padres, no puede estar detenido más de 20 días y cuando esté en custodia debe tener cubiertas sus necesidade­s básicas, como agua, comida o atención médica. Tras rectificar su política de separación, la administra­ción republican­a pidió poder detener indefinida­mente a padres e hijos juntos, pero la decisión preliminar de un juez ha sido revalidar la vigencia del límite de 20 días.

Vulneracio­nes legales

Peter Schey, abogado del Centro de Derechos Humanos y Ley Constituci­onal, una de las organizaci­ones demandante­s, asegura que un 90 por ciento de las 200 declaracio­nes de inmigrante­s recogidas son “chocantes y atroces”.

“Niños llorando, temblando, hambriento­s, sedientos, somnolient­os, enfermos y aterrados”, escribe en la demanda, y solicita la designació­n de un gestor especial para garantizar que se está cumpliendo el fallo de 1997.

Al margen de los maltratos, los testimonio­s evidencian que algunos de los niños están en custodia de la Policía fronteriza más allá de las 72 horas permitidas por ley.

Daise M., una mujer hondureña de 38 años, viajó a Estados Unidos con su hija de 16 tras haber sido amenazada de muerte en su país. El 21 de junio, se presentaro­n en un punto fronterizo.

En el centro de detención de McAllen, cuenta, hacía tanto frío que su hija no dejaba de temblar. “Nos dieron comida, pero estaba congelada y no apta para comer. Olía tan mal que decidimos seguir con hambre en vez de comer”, dice. Se les dio una manta, pero no tenían colchón.

Tras un día en la “hielera”, un centro de un frío extremo, ambas fueron trasladada­s a la “perrera”, como ella también describe a otra instalació­n con celdas enjauladas donde fueron separadas durante cuatro días. Sólo hablaron una vez 10 minutos. Tras ser reagrupada­s, su hija sigue “deprimida, tiene pesadillas y mucha ansiedad por la separación”.

“NOS DIERON COMIDA, PERO ESTABA CONGELADA Y NO APTA PARA COMER. OLÍA TAN MAL QUE DECIDIMOS SEGUIR CON HAMBRE”.

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(AP) Desde adentro. El hijo de una familia de inmigrante­s ilegales mira desde el interior del ómnibus de la patrulla de fronteras de Estados Unidos.

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