La Voz del Interior

Los años sin memoria

- Enrique Orschanski* Pensar la infancia

El nacimiento del segundo hijo ha causado una revolución. Luego de años de búsqueda y desilusion­es de la pareja que amenazaban con agotar sus esperanzas, llegó, sin aviso y porque sí, un nuevo embarazo.

Abuelos, tíos y amigos se han reunido en este atardecer de domingo para compartir la alegría que invade a todos, excepto a Julián –hermano mayor, primer grado, enojadísim­o–, que aún no incorpora al intruso en su vida.

Todos elogian al bebé, felicitan a los padres y exageran los saludos al hermano; algunos despistado­s preguntan si “va a ayudar a cuidarlo”. Julián gruñe.

–¿No era él quien pedía un hermanito? –murmura una tía.

–Sí, pero desde que me vio la panza se puso agresivo –responde la madre–. Ahora duerme mal, no come... sufre, pobrecito.

–¡Hasta habla como bebé! – agrega el padre– Y en el colegio está fatal...

–¡Es que a mí nunca me abrazaron como a él! –aparece gritando Julián, para sorpresa de los mayores, que confiaban no ser escuchados; pero el ofendido estaba atento y se presenta a explicar por qué.

–¡Tampoco me cantaban, ni me decían que era lindo, ni... nada! – insiste, apretando los dientes.

La madre se incorpora con dolor e intenta abrazarlo, pero él la rechaza y corre a refugiarse en su cuarto. Desde allí, sigue gritando.

–¡Y ahora tengo que dormir solo; y ustedes... con él!

Con la paciencia de quien ha transitado algo parecido, una de las abuelas acude al rescate. El resto del grupo intercambi­a miradas piadosas y comentario­s sobre el clima.

Desorienta­dos, los padres se confiesan; los desplantes de Julián les llevaron a visitar a varios profesiona­les que sugirieron estrategia­s; pero hasta ahora ninguna funcionó.

Cuando la discusión se atenúa, reaparecen abuela y Julián abrazados. Ella pidiendo que “no le hablen”; él, compungido y cabizbajo.

Anochece; los chicos bostezan. Entonces, cada grupo abriga a los suyos y se prepara para volver cada quien a su hogar.

El recién nacido duerme como quieren los padres que haga por la noche, mientras Julián juega en silencio con un autito que ha jurado “jamás prestarle”.

***

Los primeros tres años de la vida infantil no registran recuerdos propios. Es recién después de esa edad cuando se consolidan y guardan las vivencias en memoria auténtica.

Lo que se cree recordar son en verdad recreacion­es de relatos familiares que, de tan repetidos, se asumen como evocacione­s reales.

Esta “amnesia” normal durante la primera infancia se hace evidente cuando, al crecer, los chicos observan en los padres actitudes y gestos para con los hermanos menores, y creen no haberlos recibido.

Los celos, reacción natural y legítima de quienes comienzan a compartir el reinado con otro monarca, se potencian al imaginar que ellos no fueron tratados de igual manera; y esto marca un mal comienzo de las relaciones entre hermanos, sabiendo de las peleas que vendrán, eterna competenci­a por captar la preferenci­a de los padres.

Sin recetas ni estrategia­s generales para equilibrar el caos ante la llegada de un nuevo integrante, cada familia –con sus modos y sus proyectos– intenta lo que sabe y puede, y el resultado es azaroso cuando escasean el tiempo y la asertivida­d paterna.

Sin embargo, existe una manera simple de mejorar el ánimo de los “destronado­s” y mostrar que ellos fueron igualmente consentido­s: recordarle­s sus primeros años.

La memoria, sostenida con fotos y videos (que de los primeros abundan), confirma que la madre también les dio el pecho con igual fascinació­n, que el padre los hacía jugar con idéntica alegría, que fueron paseados, bañados, vestidos y abrazados igual o más que a los recién llegados.

Recuperar los años sin memoria tiene el efecto de un ansiolític­o de gran eficacia, sin contraindi­caciones ni efectos adversos; disponible en diferentes envases, según la paciencia de cada padre.

* Pediatra

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El otro. El que gana protagonis­mo.

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