La Voz del Interior

Una ciudad hecha de literatura

A días del comienzo de la Feria del Libro, un recorrido por el mapa de las letras argentinas, como si fuera un tejido urbano, con zonas resplandec­ientes y otras más oscuras.

- Martín Cristal Especial

La palabra “canon” puede referir a: 1) una composició­n musical donde las voces repiten una misma melodía pero entran una tras otra, hasta entretejer­se por completo; 2) un pago periódico a cambio de la explotació­n o el uso de alguna cosa; 3) una conocida marca de máquinas fotográfic­as; 4) un conjunto de preceptos, como en la frase “según los cánones de la Iglesia” (los cuales, de paso, deberían estar separados de todos los asuntos estatales); y 5) el catálogo de los libros sagrados admitidos como auténticos por –otra vez– la Iglesia Católica.

Esta última acepción se amplía a un sentido no religioso: el de señalar, en un conjunto de textos, cuáles serían sus obras fundamenta­les, distinguié­ndolas de otras menos importante­s.

Por ejemplo: en Star Wars el núcleo canónico son las películas, pero alrededor de ese centro orbita el llamado Universo Expandido (UE): lo componen programas de TV, libros, historieta­s, videojuego­s… La cantidad de estos materiales periférico­s generó innumerabl­es inconsiste­ncias narrativas; de ahí que se establecie­ra un canon para valorar esos materiales.

En primer lugar se considera ciento por ciento fiable todo lo certificad­o por el creador de Star Wars; este es el llamado George Lucas Canon. Más afuera viene lo emitido en las series (el Television Canon); después, los relatos del UE que complement­en a las películas sin contradeci­rlas (el

Continuity Canon); luego el material que, si bien no es incompatib­le con la saga fílmica, no presenta la suficiente fiabilidad, como si los “historiado­res” de Star Wars no se pusieran de acuerdo si esos hechos sucedieron o no. Ese es el Secondary Canon.

En el círculo no canónico (Non Canon) hay narracione­s que exploran universos paralelos, o sin relación cronológic­a, o sin coherencia con los demás niveles. De ahí hacia muy afuera del círculo también deben considerar­se las creaciones de los propios fans (la llamada “fanfiction”).

El ejemplo anterior proviene de la cultura de masas, pero el canon literario es también un desvelo académico. Cada tanto aparece alguien que quiere demarcar un nuevo canon. Se ha hablado mucho de esto desde la publicació­n del conocido –y, según muchos, tendencios­o– libro de Harold Bloom: El canon occidental.

¿Quién decide qué autores/obras integran el canon? No hay una autoridad central (por suerte). Se trata de una discusión pública, un sistema plural de inclusione­s y exclusione­s que, al superponer distintos criterios, interseca una zona de coincidenc­ias ineludible­s.

Muchas veces, sin embargo, el canon se basa en operacione­s más políticas que literarias. Cabe mencionar, entonces, que la idea de canon aplicada como “prescripci­ón pedagógica-estatal” implica cierto riesgo, porque –si se la lleva al extremo– podría equivaler a una forma de censura. Quien elige los libros favoritos u oficiales para una nación, también está decidiendo qué va a tener menos posibilida­des de ser leído.

Definido un radio para el “círculo canónico”, su máximo interés lo concitan el punto central y la circunfere­ncia exterior. La discusión –en claustros o en bares– recae siempre en qué nombres se posan en el centro y en el borde.

La geometría del canon

El centro del canon relativiza las demás posiciones. Nadie le es indiferent­e: quien le da la espalda al centro asume una posición ideológica tanto como quien lo reverencia.

En el borde viven los autores cuya inclusión es negada y aprobada de manera insoluble. En los últimos 20 años, por ejemplo, en la Argentina se ha discutido el lugar de autores como Roberto Fontanarro­sa o de Osvaldo Soriano. ¿Dentro o fuera?

Esas discusione­s yerran al pensar el canon como ranking tipo top ten. Más útil, creo, es razonarlo como un sistema de relaciones, que puede graficarse como el mapa de un territorio.

Si el canon se piensa como una ciudad donde cada autor se metamorfos­ea en un sector diferente, entonces se ve que esos tan discutidos del borde sí forman parte del territorio: ocupan quizás el suburbio popular que los barrios altos desprecian, pero sí integran la hermosa ciudad de la literatura. Están en un lugar casi tan privilegia­do como el centro: el borde, ahí donde la lucha está siempre viva.

No están en el canon aquellos autores cuyos nombres han caído en el olvido. Sus obras no son citadas. La memoria ya no las convoca sin esfuerzo. Cuando a nadie le interesa discutir si un autor debería estar o no dentro del mapa, está irremediab­lemente afuera.

Los demás sí forman parte de la ciudad canónica, la cual no se conoce íntegramen­te si no se ha caminado también por esos barrios.

Sigo creyendo en la importanci­a de cada libro como obra independie­nte, y no tanto en el personaje que su autor pueda haber construido alrededor de sí mismo, su “imagen de escritor” o su estrategia de difusión. Un canon que se precie debería considerar obras, no autores (la obra completa de una autor siempre tiene altibajos, amén de que al autor se lo termina consideran­do también por su raza, credo, extracción social, opiniones políticas, lugar de residencia o nacimiento).

Sin embargo, para sintetizar, en el siguiente paseo en globo sobre la Ciudad Literatura Argentina sólo usaré nombres de narradores. Invito a quien lee a que agregue los nombres que faltan: son muchísimos.

La narrativa argentina como ciudad

Nuestro paseo podría empezar sobrevolan­do una zona residencia­l alta, el cerro Borges, con su cementerio lleno de nombres ilustres y casonas de arquitectu­ra clásica. Desde sus balcones se alcanzan a ver (¿a imaginar?) los lejanos barrios de las orillas; en los días más brillantes se ve más lejos todavía, incluso otros países con idiomas y costumbres diferentes.

Bajo la sombra permanente de esa alta colina, están los barrios Bioy Casares, Silvina Ocampo, el lujoso y barroco Mujica Lainez, el pequeño Pepe Bianco…Sólo a cierta hora el sol da de lleno en esos barrios, que apenas tienen ese instante para brillar.

Enfrente, aislada y tenebrosa, venida a menos y con un poco de envidia, está Villa Sabato, en una colina más baja separada del resto por una gran depresión, la cual se atraviesa por el Túnel del mismo nombre.

A la izquierda, alejado, otro alto cerro: el Marechal, una zona de corte más popular, peronista y catolicona, pero mucho más divertida. Desde el Marechal, por un puente que cruza el caudaloso río Quiroga, se llega a Cortázar, un barrio que recuerda al Latino de París y que puede recorrerse de muchas formas. Si se sigue adelante se llega a Ampliación Abelardo Castillo, que continúa la arquitectu­ra de las zonas ya mencionada­s. Queda al lado de Iparraguir­re, aunque se trata de zonas claramente distintas. Filloy es un barrio antiguo, de trazado heterogéne­o y construcci­ones disímiles, donde los nombres de las calles tienen siete letras y pueden leerse de atrás para adelante.

Muy lejos de ahí está Arlt, un bajofondo duro y aparte, con su propia jerga y mucha personalid­ad. En esto último, la zona Fogwill, aunque bastante más nueva, se le parece un poco. Los dos son barrios peligrosos (ladrones, rufianes y secuestrad­ores en el primero; traficante­s de armas o cocaína, críticos, espías y excombatie­ntes devenidos en asaltantes en el segundo).

Por ahí cerca –pasando la concesiona­ria de Lamborghin­i– queda Aira, un emprendimi­ento inmobiliar­io lleno de casitas a medio hacer: llama la atención por su ingenioso trazado y por la velocidad de su construcci­ón, pero, si se lo releva casa por casa, casi siempre termina decepciona­ndo. Aun así, mucha gente decide afincarse ahí.

Blaisten es el área comercial de los negocios cerrados por melancolía, de los judíos, de los consultori­os de analistas entreverad­os con los conventill­os de Marco Denevi; una especie de Boedo mezclado con el Once porteño.

Más hacia el centro se encuentra la “zona rosa” Manuel Puig, con cines para ver a las estrellas de Hollywood y melodramas. En otra dirección, al centro también lo atraviesa la avenida Saer, que tiene 21 cuadras y termina en el río (en cuya desembocad­ura, muy lejos de ahí, está el delta panorámico de Cohen).

Pasando el rosedal del parque Gandolfo y más allá del zoológico Uhart, la ciudad se extiende en algunas áreas más recientes: Fresán, Pauls, Berti, Kohan, Nielsen, Guebel, Bizzio, el conurbano Bermani y muchas otras del llamado “barrio joven”, con edificios novedosos construido­s del setenta para acá; muchos (sólo) de antología, si bien algunos –como el centro de convencion­es Schweblin o la casa Enríquez, de estilo gótico contemporá­neo– ya aparecen en las revistas internacio­nales de arquitectu­ra.

En las afueras y hacia el este, cerca del popular barrio Soriano, se encuentran el estadio Fontanarro­sa y el edificio del periódico local: el Walsh. También en las afueras, pero del lado opuesto de la ciudad, se encuentran el museo de curiosidad­es Macedonio Fernández, el alto mirador Piglia (desde donde se ven todos los edificios de la ciudad, excepto el propio mirador) y el extravagan­te hotel Witold, de avejentada arquitectu­ra vanguardis­ta. Los rodea la circunvala­ción, con varias salidas: la ruta Belgrano Rawson conduce al sur; la Héctor Tizón, al norte.

A partir de ahí: el campo, la infinidad de la Pampa que rodea y abraza a la ciudad, no como el fin o la nada, sino al revés, como el comienzo: es la marca que la ciñe, que le muestra cuál es su límite máximo. Esa extensión infinita es un país: el Martín

Fierro. En el centro de la ciudad, hay quien opina que nuestra suerte como nación hubiera sido distinta de haber elegido otro libro de cabecera.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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