La Voz del Interior

El arquero de Checoslova­quia

El primer álbum de figuritas puede transforma­rse en un recuerdo imborrable para un niño, más allá de lo que haya sufrido y negociado para conseguir la más difícil.

- Sebastián Roggero sroggero@lavozdelin­terior.com.ar

Del Mundial de 1986, nada. Tenía 5 años. Y, aunque hago el esfuerzo, no logro traer al presente ningún recuerdo. Me frustra. Seguro fui abrazado intensamen­te por mi papá después del segundo gol de Maradona a los ingleses.

Pero ni sé. Mi recuerdo futbolero mundialist­a recién se dio cuatro años después. Para junio de 1990. Ese recuerdo es un abrazo que no recibí pero sí vi: mi tío Víctor apretando a mi papá después del gol de Claudio Caniggia a Brasil, el día en que los palos salvaron a “Goyco”, Maradona y Bilardo.

Me pegó esa escena entre mi viejo y mi padrino. Me futbolizó. Me mundializó. Y me metió en algo que me pasaba al lado en mis días del colegio. Mis compañeros en los recreos se “idiotizaba­n” jugando a las figuritas del Mundial.

Mundializa­do, pedí a mis papás que me compraran el álbum. Y, obvio, algunos paquetes de figuritas, como para ver qué onda. Mi hermano se copó y me ayudó en la insistenci­a, que tuvo final feliz. Y apareciero­n el álbum y algunos paquetes.

No recuerdo cuál fue la primera figurita que me tocó. El asunto, en esto de los álbumes, no es la primera, sino la última. Y por ahí va esta historia.

En ese 1990, ya cerca de las vacaciones de julio, yo corría de atrás en el intento de llenar el álbum. Varios de mis amigos ya estaban cerca de hacerlo. Otros lo habían hecho y paseaban el tesoro por el patio del cole. Por entonces, conocí la “sana” envidia.

Como una Biblia

Es que ese álbum de Italia 1990 fue una Biblia para mí. Me enseñó de países, memoricé nombres de jugadores. El que más me llamó la atención fue el de Andreas Brehme. Un hombre con nombre de mujer. Después, este tal Andreas hizo un golcito importante en ese torneo. El asunto es que no llegaba más a llenar el álbum. Ni cambiando figuritas en el recreo ni comprando paquetes de a puchitos me daba la nafta. Encima, me agarraron las vacaciones de julio.

Ahí me puse denso con mi mamá, siempre permeable a mis impostadas caras de bebé para un ruego. Sumé a mi hermano, un hábil manipulado­r de casi 6 años. Prometimos no pedir nada para Navidad si nos compraban 60 paquetes de figuritas. No sé cómo habrá estado el dólar, pero no era algo impagable.

Y pasó. Llegaron esos 60 paquetes. No me sale una descripció­n de la alegría que tuve. El abrir paquetes y sentir el olor de la figurita nueva es una sensación que no se me borra hasta hoy, a los 37.

El álbum quedó casi lleno y me sobró un stock de figuritas para cambiar. Era un fajo grande. Me moría de las ganas de volver al cole.

Y cuando volví, hice lo que faltaba. Cambié y jugué. Y eso que la fiebre por el Mundial ya se estaba apagando en el ambiente. Pero a las figuritas “difíciles” que yo no tenía las negociaba cambiando por 10, 15 o más. Total, me sobraban.

La gran ausente

Todo bien hasta que llegó la desesperac­ión. Arrancó agosto, el tema del Mundial casi no existía en el cole y a mí me faltaba una figurita. La del arquero de Checoslova­quia. No había forma: no la tenía nadie. Quería que mis viejos llamaran al teléfono que figura en el álbum para que de la empresa Panini me mandaran la figurita que faltaba. Pero llamamos y no nos atendía nadie.

Agosto pasó rapidísimo. Y septiembre estaba por el medio. Yo, iluso, seguía yendo al colegio con un fajo de no menos de 70 figuritas. En los recreos, preguntaba si alguien la tenía. El nombre del jugador era tan difícil de decir como de conseguir su figurita: Jan Stejskal.

Incluso supe que eran varios los chicos que la buscaban. Era la difícil del colegio.

Al borde de la locura, un día, a finales de septiembre, descubrí el “sano” egoísmo. Unos chicos de primer grado estaban jugando al cara-númera (sí, con a). Y yo me puse a ver esos juegos para descubrir si por ahí andaba el arquero de Checoslova­quia. Y lo vi en una “númera” que se dio vuelta…

Me arrimé al chiquitín que la tenía. Con sigilo, me lo llevé para un rincón y, sin que me vieran los compañeros con los que patrullába­mos por la figurita de Jan Stejskal, le propuse una oferta que no podría rehusar. “Te doy todas estas figus (el fajo de 70 y pico) por esa”, le rogué. El nene ni habló: estiró su mano, entregó su parte y yo la mía.

Escondí al arquero de Checoslova­quia en mi bolsillo y no hablé con nadie. En aquellos tiempos, los chicos íbamos y volvíamos caminando al cole sin los padres preocupado­s porque nos pasara algo. En casa, pegué la imagen. No estaba buena de calidad y chocaba a la vista en mi álbum de impecables figuritas nuevas. Pero... ¡era mi primer álbum y lo había llenado! Ese álbum, años después, desapareci­ó durante una mudanza y hoy sólo está en mi memoria.

Ya de “grande”, ya de periodista, ya de googleador, y sabiendo que iba a contar esta historia para Días Contados, me puse a buscar en qué anda hoy el arquero de Checoslova­quia.

En Google, hay poco. Fui a Twitter con mi spanglish y contacté a tres periodista­s: Jiri Cihak, David Pavek y David Mrzena. Me contaron que Jan Stejskal hoy es el entrenador de arqueros de la selección de República Checa; que no es millonario; que vive como una persona normal en Praga, donde nadie tira manteca al techo.

Les conté a los tres que quería contactar a este arquero. Sólo uno me respondió. David Pavek me pasó la dirección de correo electrónic­o del prensero de la selección checa, aunque avisándome que Stejskal no es de hablar con los medios y que tiene un perfil público subterráne­o. En otras palabras, me quiso decir lo que yo ya sabía: que es una “figurita difícil”.

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