La Voz del Interior

La rebelión de las mujeres

- Miguel Durán Especial

Ramón Saadi, el gran amigo del entonces presidente Carlos Saúl Menem, era amo y señor de la provincia de Catamarca. Había heredado el feudo de su padre, Leónidas Saadi. A este viejo caudillo no se lo recuerda como gobernante, sino por su frase referida a “las nubes de Úbeda”, pronunciad­a durante un debate televisivo con el excancille­r alfonsinis­ta Dante Caputo.

“Ramoncito”, como lo llamaban sus adulones, había heredado el imperio con un amplio dominio de los jueces, de la policía, de sus secuaces y socios políticos, como “el Gordo” Ángel Luque. Quien no estuviera de acuerdo con sus antojos sufría las consecuenc­ias a través de “aprietes”, de golpizas o de alguna estadía en la cárcel. Saadi hijo pensaba perpetuars­e en el poder, y la débil oposición era una garantía de ello.

No se dio cuenta de que, desde su tumba, María Soledad lo destruiría hasta pulverizar su poder omnímodo.

Todo ocurrió un fin de semana como este. Ya era sábado cuando la mataron. El lunes 10 de septiembre de 1990 hallaron el cadáver mutilado de la adolescent­e de 17 años. Cuatro días más tarde, se inició la incipiente rebelión de las mujeres.

Fueron las compañeras de secundario de María Soledad quienes inauguraro­n la serie de marchas del silencio.

La directora del colegio Del Carmen y San José, Martha Pelloni, encabezó la segunda marcha junto a Ada y a Elías Morales, los padres de la víctima. “Justicia, justicia justicia...” era lo único que se reclamaba. La monja y la madre fueron juntas siempre. No hubo ya amenazas ni aprietes que pudieran parar esa cruzada, inédita en la historia del país.

La desesperac­ión ganó a “Ramoncito” y también a “don Ángel”, el diputado nacional que también tenía los días contados. Y es que desde un primer momento involucrar­on a Guillermo y a otros hijos del poder en el crimen. En tanto, estos “buenos muchachos”, dando muestras de impunidad, se sentaban en la vereda de un bar y a la vista de todos se bajaban una botella de whisky.

Indignado porque sospechaba­n de su hijo, “el Gordo” Luque dijo en el Congreso de la Nación: “Si Guillermo la hubiera matado, el cadáver no aparecía más”. Con ese mensaje, selló su suerte como diputado. Fue expulsado de la Cámara Baja. Si nos trasladamo­s al presente, eso hoy no ocurriría porque, como muchos sostienen, “el Congreso es un aguantader­o”.

Llegaron a participar 30 mil personas en la marcha más multitudin­aria de todas. El país hablaba de María Soledad y todos los medios nacionales apuntaban al saadismo. Acorralado, “Ramoncito” pidió ayuda a su amigo Menem. El entonces presidente no estaba dispuesto a permitir que Guillermo Luque, su ahijado de confirmaci­ón, fuera preso.

Por eso envió al policía torturador Luis Patti. El propósito del enviado presidenci­al era apresar a Luis Tula y a su mujer, Ruth Zalazar, para achacarles el horrendo asesinato.

Las mujeres siguieron marchando y peleando hasta derrocar a quien ostentaba el poder. Saadi no salió por la puerta grande. Saltó por la ventana. Tampoco sus jueces amigos pudieron detener la avalancha de la monja Pelloni y de Ada. Para presionar a la religiosa, en el primer juicio, los jueces saadistas querían meterla presa. Pelloni estuvo varias horas en capilla, presionada para que cambiara su testimonio. No lo lograron, y con su actitud desnudó la intención de los jueces de absolver a Guillermo Luque.

Ya con un gobierno democrátic­o en Catamarca, con el radical Arnoldo Castillo a la cabeza, se convocó a jueces y a abogados de todo el país para integrar el tribunal y la fiscalía. El barco llegó a buen puerto el 27 de febrero de 1998, cuando Guillermo Luque y Luis Tula fueron condenados.

Y todo gracias a la rebelión de las mujeres.

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(LA VOZ / ARCHIVO) Principio de década. Ramón Saadi junto a Carlos Menem, con quien tenía una estrecha relación.
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