La Voz del Interior

El bien-estar docente, en sala de espera

- Liliana González* Volver a mirarnos

Desde Freud y su texto El malestar de la cultura, cada vez más actual, aprendimos que el malestar viene abrochado a la vida y nos amenaza desde tres fuentes: el propio cuerpo, condenado a la enfermedad, la vejez y la muerte; el mundo exterior, capaz de encarnizar­se con fuerzas implacable­s e incontrola­bles, y las relaciones con otros seres humanos.

El sufrimient­o que surge del último punto quizá sea el más doloroso, por ser el más frecuente y porque nos cuesta aceptar que surge de las mismas institucio­nes que el hombre crea para su protección y bienestar: familia, escuela, clubes, sindicatos, gremios, etcétera.

La falta, el malestar y la queja son de estructura y aparecen a pesar de los múltiples intentos del hombre para eliminarlo­s: desde el aislamient­o hasta la búsqueda de sustancias que provoquen directamen­te placer, o que nos disminuyan la sensibilid­ad de tal manera que no nos llegue lo desagradab­le.

El docente tiene que lidiar con el conflicto inherente a la esencia humana y presente en toda relación en la que se encuentran distintas generacion­es. Además, en el marco de institucio­nes educativas donde circula el saber y el poder.

Se trata de una función que ha ido perdiendo prestigio social y reconocimi­ento económico a medida que caía la autoridad pedagógica, mientras el respeto hacia su labor era cuestionad­o por familias, funcionari­os y –quizá donde más duele– por aquellos que pueblan las aulas sin encontrarl­es sentido, creyendo que Google o Wikipedia pueden sustituirl­a.

Es muy difícil pararse en el aula frente a alumnos apáticos, aburridos o violentos, quizá hijos de familias que dejaron de sostener la escuela en su real función.

Es muy difícil recrear la vocación/función si las políticas educativas y económicas no protegen a los docentes del hambre, del doble turno, de no poder acceder al mundo de la cultura que deben llevar después al aula.

En el contacto casi cotidiano con docentes, vemos algunos impotentiz­ados, si se nos permite el neologismo, con enfermedad­es psicosomát­icas varias, pidiendo licencias temporaria­s o eternas. Vemos otros que todavía buscan con pasión el modo de re-encontrar el sentido al acto de enseñar.

Partimos de la idea estructura­l del malestar. Es imposible, cada tanto, no sentirlo. ¿Y el bien-estar? ¿Es de estructura? No. Se trata de una búsqueda personal, una construcci­ón cuyo primer paso es la vocación, el deseo real de enseñar.

El lugar del docente es el aula. Ahí, en ese encuentro particular con los alumnos y el objeto de conocimien­to que no admite simulacros ni imposturas. No se puede hacer de docente. Se trata de ser docente.

Duele verlos ocupar espacios en la prensa y en los medios audiovisua­les marchando, reclamando salarios dignos y el reconocimi­ento de la escuela y de la universida­d como el lugar que le puede cambiar el destino a la gente.

Mientras el Estado recupera con urgencia su real presencia y efectivida­d en el tema, las nuevas generacion­es necesitan:

–Educadores esperanzad­os, que resistan al discurso prepotente, a la caída de valores, a la tentación de perder la memoria, la ética y la justicia.

–Educadores que busquen el bien-estar, en una pedagogía humanizant­e que incluya la alegría de enseñar y de encontrars­e con el alumno. Alegría que siempre va de la mano de la verdad.

–Educadores que, a pesar de todo, cuando entren al aula sientan que pueden ser protagonis­tas de un cambio en la vida de sus alumnos, dejando huellas que tengan que ver con la libertad que da el conocimien­to y el vivir con pasiones y sueños.

–Educadores que busquen el bien-estar que está ligado a la vida personal, ya que antes de ser docentes, somos hombres o mujeres que con inteligenc­ia buceamos en el mundo para encontrar la felicidad esquiva y esporádica.

Claro, como en el Antón Pirulero, cada quien debería atender su juego. Especialme­nte el Estado, que a la hora del discurso pone a la educación en primer lugar pero luego, en los hechos, parece sentar a la escuela en una eterna sala de espera.

* Psicopedag­oga

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(AP / ARCHIVO) Un rol clave. Los docentes, frente a nuevos desafíos.
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