La Voz del Interior

¿Es posible viajar en el país de las últimas cosas?

Un simple trayecto entre Córdoba y Buenos Aires puede transforma­rse en una excursión por el infierno de viejos problemas argentinos.

- Flavio Lo Presti Especial

Arduamente, durante un par de años, escribí un libro de cuentos y terminé por publicarlo con una editorial de Buenos Aires. Las razones son muchas, y no vienen al caso, pero una de las desventaja­s de esa situación es que entre el momento en que el libro sale por fin de la imprenta y el momento en que uno lo tiene en la mano (como un padre que sostiene a su hijo por primera vez) se produce una dilación que multiplica la ansiedad. ¿Cómo será ese objeto que la editorial exhibe en fotografía­s en redes sociales? ¿Tendrá errores? ¿Habrá sido mejorado mágicament­e por la edición?

En agosto, sin embargo, se celebraba la Feria de Editoriale­s Independie­ntes en Buenos Aires y, como mi libro iba a estar expuesto, decidí ir, para lo cual saqué boleto por una empresa de colectivos.

Odio viajar en avión. A la idea de que es posible que se caiga, hay que agregar la lejanía del aeropuerto y la eventual incidencia de las condicione­s meteorológ­icas que, además de las demoras, pueden derivar en la cancelació­n del vuelo. Sumemos que, como me pasó alguna vez, no puedo evitar el miedo a que me pierdan la valija.

Conclusión: desde hace unos años, si no tengo que ir a otro planeta (Brasil, por ejemplo), prefiero contratar un coche cama y viajar durmiendo de noche las ocho, nueve o 12 horas que requiera llegar a destino.

Pero cuando estaba por salir para la parada en la misma Villa Allende en la que vivo, hablé con mi viejo por teléfono y, cuando me preguntó por qué empresa viajaba, me dijo que estaba de paro. Me dijo que la supresión de la tarifa mínima en los vuelos de Aerolíneas había generado un terremoto en las empresas de colectivos, lo que había derivado en que no pagaban los sueldos.

Busqué enseguida la informació­n en internet, pero los datos eran vagos, imprecisos, por lo cual decidí (contra lo que aconsejaba el sentido común) ir a esperar. En el camino, llamé a la oficina de la empresa en la terminal de ómnibus y al llegar a la parada, después de arrastrar 20 minutos una valija (no quería tomar un remise para llegar y encontrarm­e con el paro), un empleado muy porteño me informó que no estaba saliendo ningún coche, y después de una discusión notablemen­te absurda sobre si debían reintegrar­me el monto, me quedé ahí, en compañía de un anciano que parecía sacado de National Lampoons Vacations, con sus bolsos, sus camperas, su abulia.

Le informé que el colectivo no vendría, y el hombre pareció al mismo tiempo animado y descompues­to: tenía que ir a una comunión de una sobrina en una localidad polvorosa de la provincia de Buenos Aires y no sabía si podría llegar. Su hijo se acercó y se ofreció a llevarme a casa de vuelta: en el camino, me enteré de que se tomaba la situación con esa calma (yo tampoco estaba muy alterado) porque era instructor de yoga: podía estar tres horas sin respirar.

De todos modos, ya había hecho el circo de pedir días en el trabajo, me había gestionado alojamient­o en lo de mi amiga Cocó y mi libro lloraba para que lo conociera, así que, sin pensarlo dos veces, abrí la computador­a al llegar y contraté el único vuelo que me servía, al día siguiente, a la mañana.

Eppur, se cade

Un aeropuerto es el lugar más molesto para encontrars­e con el sabelotodo pesimista, pero es inevitable: un petiso canchero, trajeado, perfumado y con toda la pinta de subir a aviones cada cinco minutos detectó que en la pantalla nuestro vuelo tenía la roja leyenda de cerrado. Calculó a los gritos que terminaría saliendo a las 11.

Sin embargo, unos minutos después nos avisaron que la aeronave estaba en la pista esperando. El único inconvenie­nte era que, como la nave no era la misma, no subiríamos en las butacas señaladas por nuestros boarding passes, sino como quisiéramo­s a medida que fuéramos subiendo.

La educada población que se permite viajar en avión se convirtió en una estampida salvaje, como una de esas baratas de Bloomingda­les en las que la niñera Fran Drescher se arrancaba las pelucas con sus rivales compradora­s: se veía, en cada ojo enramado de capilares rotos, la sed de sangre, de pelo ajeno, de un asiento más cómodo.

No iba a participar en ese reality. Recargado de resignació­n decidí esperar, y al final me senté como pude entre dos hombres cuyo peso conjunto constituía el máximo admitido en un montacarga­s.

Parecía irónico, además, que le dijeran nave a esa lata de sardinas en la que estábamos subidos. De todos modos, el avión despegó y me sentí más cerca de conocer mi libro.

Me había descargado unos capítulos de la fascinante The Good Wife en el teléfono y decidí olvidarme de las posibilida­des de que la bendita nave se cayera, la valija se perdiera y cualquier otro contratiem­po. Pero me fue imposible: la voz del comandante nos informó que el viaje se demoraría unos 10 minutos más de lo esperado porque aún no tenían habilitaci­ón de Aeroparque: sobrevolar­íamos el espacio abierto de Escobar, un lugar que no sabría ubicar en un mapa. Diez minutos más tarde, el anuncio se repitió: el comandante trató de sugerirnos como espectácul­o la simpática congestión de aeronaves que esperaban por el mismo permiso, porque la pista de Aeroparque estaba bloqueada.

Por las ventanilla­s, sin embargo, no se veía nada. Ninguna aeronave. Cuando en el tercer anuncio la voz del comandante se puso entre temblorosa y ofuscada, intuí que estaba pasando lo peor: dábamos vueltas en el aire porque los trenes de aterrizaje no bajaban; íbamos a morir en un aterrizaje forzoso en el Río de la Plata, ahogados, yo pensando en mi libro huérfano, sin autor, que por fin sería un éxito gracias al siniestro que había terminado con mi vida, un éxito que ya no me importaba.

Traté de ver las caras de las aeromozas y detectar el nerviosism­o de la catástrofe, pero no había nada, ni un signo. La cercanía del peligro las había vuelto inmunes al miedo.

No viajaré más

Por fin, la voz del comandante avisó que el avión aterrizarí­a en Ezeiza, porque el problema en Aeroparque no se había solucionad­o. Mi libro volvía a perder el beneficio de mi desaparici­ón física.

Bajé del avión dos horas después de haber subido, aliviado por no haber muerto, pero envenenado porque estaba a

38 kilómetros de Plaza de Mayo (mil pesos un remise, 500 un bus privado, tres horas

30 en la línea 8), y fui a esperar la valija. Estuve 20 minutos mirando la cinta sin verla pasar.

Estaba al borde del ataque cuando uno de mis compañeros de viaje me dijo que las habían puesto en una cinta diferente, así que después de unos minutos de búsqueda di con la mía y, como Buenos Aires tiene privilegio­s y soluciones que el resto del país no tiene, pude tomar por 19 pesos un servicio especial del 8, que en una hora me dejó en Plaza de Mayo.

Cuando por fin vi mi libro, mi cara inexpresiv­a alarmó al editor. No tenía nada que decir. Odiaba el viaje, todavía tenía que hacer que la empresa me reintegrar­a el primer pasaje, garantizar­me que los colectivos volvieran, que no estaba varado en Buenos Aires con la peor selección de mudas de ropa que haya hecho.

Me reconcilié con el viaje, recuperé el dinero que me debía la empresa de colectivos, pasé unos días excepciona­les y, finalmente, fui a Retiro para despedirme de toda esa aventura. Al margen del cansancio de esos días en Buenos Aires, mi mente estaba harta del desplazami­ento y sus amenazas.

El suave deslizamie­nto del colectivo por la Pampa húmeda me devolvía la paz, anticipánd­ome el regreso a mi casa. Llevaba mi propio libro en la mano y sólo podía pensar en todos los problemas de medio pelo en los que me había metido por escribirlo. Tenía ganas de tirarlo en la ruta.

Cuando entramos en la terminal de Rosario, el chofer nos avisó que el colectivo se había roto. Estábamos momentánea­mente varados en Rosario, y el viaje ya parecía una paradoja de Zenón, y yo un X que no puede llegar a A ni a C, ni a D, enredado en un chiste cósmico con mi propio libro entre las manos, viendo por todos lados los signos del advenimien­to tan temido de un país lejano, un país que conocemos bien: el de las últimas cosas.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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