La Voz del Interior

Seño Luci

- Enrique Orschanski Pensar la infancia

Los misterios, aquellos que la hacían tan reservada, definían a la seño Luci. Desconocía­mos todo acerca de ella; normal para entonces, cuando lo íntimo era privado.

Cada día su figura pequeña irrumpía en el colegio vestida con un largo delantal gris, otro de sus enigmas: ninguna otra maestra usaba ese color.

En verdad, nadie esperaba que mostrara sus secretos; ella estaba allí para enseñar, y nosotros –alumnos de quinto grado– estábamos para aprender. Pura lógica de la década de 1960, época de pedagogías indiscutib­les.

No podría distinguir si seño Luci era austera o si el tiempo congeló su imagen como un ícono de formalidad.

Se había ganado nuestro respeto sin alharacas. Cada mañana entraba al aula imponiendo un silencio que apenas interrumpí­a con un saludo cortito; después inclinaba la cabeza a modo de inicio y tomaba la tiza. Demoraba unos segundos (¿para acomodar ideas?) y emprendía su rutina, llenando el pizarrón con los temas del día.

Era imposible sustraerse a los trazos hipnóticos de esa letra impecable de maestra de primaria con la que, además de dibujar ideas, cubría de polvo su delantal.

Seño Luci era diestra; era evidente porque su brazo derecho era el primero en teñirse de blanco, como si las palabras no escritas (las que se desgranaba­n) quisieran seguir con ella.

En el final de cada oración repetía en voz alta la última palabra, asegurando la idea. Al terminar repasaba todo y guardaba el sobrevivie­nte trozo de tiza en un bolsillo del delantal, para sacudirse las manos levantando una nube que nos hacía estornudar.

Completado el ritual, todos emergíamos del silencioso embeleso.

Entonces comenzaba el momento más esperado: el debate.

La seño lanzaba la primera pregunta como quien arroja un trozo de comida a animales hambriento­s y, con discreta satisfacci­ón, recorría las filas taconeando sobre el piso de baldosas.

La fiesta empezaba. Algunos levantaban la mano, apurados por hablar; otros pensaban. Ella distribuía los permisos para que nadie quedara sin participar.

Cuando el murmullo parecía reducirse ella arremetía con otra pregunta, apoyando su dedo en la sien para recordarno­s que debíamos “pensar antes de hablar”.

Sus movimiento­s, medidos y exactos, dirigían una orquesta de chiquillos que volaban de tema en tema, hasta terminar defendiend­o consignas diferentes de las escritas en el pizarrón.

El timbre no interrumpí­a el debate; sólo la mano levantada de la seño indicaba el final, y el tropel salía al patio.

El próximo timbre nos regresaba a aquel mundo de riesgos: de hablar delante de otros, de decir lo que pensábamos, de esperar. Pero siempre a salvo, siempre con red.

Es también misterioso saber cómo dominaba aquellas situacione­s con tanta seguridad y firmeza, aunque esa duda actual suena a anacrónica, ya que por aquella época la respuesta era obvia: la seño Lucy era maestra.

Así transcurrí­an nuestras jornadas escolares de cuatro horas en las que nos manteníamo­s despiertos y atentos, y de las que volvíamos a casa donde alguien nos esperaba para almorzar. O tal vez nada de eso fuera cierto; pero así elige mi memoria recordar una época en la que el tiempo duraba lo que debía durar.

La seño Luci es otro recuerdo elegido; toda ella: sus misterios, su sólida presencia y hasta su delantal gris son eternidade­s infantiles que elijo conservar, a riesgo de perder infancia.

Muchos años después creí verla en una esquina. Más vencida, más canosa; no parecía igual, pero aquellos eran sus anteojos...

Tal vez la confundí; quizás quería reencontra­r a la persona a quien nunca le agradecí lo suficiente.

Por eso, seño Luci, feliz día. Ningún descrédito social ni el abandono económico al que son relegados cambiarán mi recuerdo; usted es una de las eternidade­s que definieron lo que somos.

Por fin, una última duda: ¿por qué delantal gris?

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Clases. La maestra, un símbolo de nuestra niñez.

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