La Voz del Interior

Cuadernos Gloria

Releer los diarios íntimos de la adolescenc­ia puede hacernos reencontra­r con una versión de nosotros mismos que tal vez no era la que queríamos recordar.

- Alejandra Beresovsky aberesovsk­y@lavozdelin­terior.com.ar

“Y o soy Alejandra Daniela Beresovsky Becerra y amo a mi madre, Noemí, a mi padre, Luis, y a mi hermano, Diego, con toda el alma y el corazón”.

Con esa emotiva frase, abría mi primer diario íntimo en 1984. La verdad es que yo, en esa temprana parte de mi vida, ni redactaba con semejante corrección ni era tan cariñosa: la auténtica autora de esa oración sentimenta­l era mi prima Nura Elis, quien con algunos años más que yo aparecía ante mis ojos como una rock star.

Y eso me había habilitado a espiarle su diario un tiempo antes.

Mis intimidade­s a esa edad eran tan aburridas que si alguien hubiera vulnerado mi privacidad, no me hubiese recuperado nunca de la vergüenza. Es por ello que, un par de años después, arranqué las primeras hojas, las tiré y diseñé una nueva presentaci­ón que decía: “Diario de Ale. Etapa principal”.

Contra toda expectativ­a, lo que relataba a continuaci­ón también era insignific­ante, pero tenía un primer párrafo muy prometedor: “Domingo 5 de enero. Noche. No es muy tarde todabía (mi ortografía siguió siendo muy mala hasta bastante grande) pero…sólo para mí (tampoco parecía hilvanar muy bien las ideas). Tomé una importante decisión (a continuaci­ón, una palabra tachada) escribiré este diario todos los días mañana tarde y noche”. Sin solución de continuida­d lamentaba: “Dios mío (uno podía pronunciar su nombre en vano en un diario íntimo) me han mandado a limpiar la cocina y no he ido nada ¡bah! (bien puestos los signos de admiración) qué me importa”.

Apenas unas líneas después, en una demostraci­ón de incoherenc­ia digna de un político, seguía: “No sé porque (SIC) pero hay veces que escribo este diario obligada, con todas las cosas interesant­es que hay para contar”. Y así, sin saberlo, presagiaba mi destino laboral.

Fui bastante fiel a mi compromiso y durante los siguientes años escribí el diario con cierta regularida­d. Hubo –hay que decirlo– períodos en los que no puse ni una palabra –curiosamen­te, se correspond­ían a los momentos de mayores angustias–, pero, salvo pocas interrupci­ones, continué relatando mis acciones y pensamient­os hasta el primer año de la universida­d.

Ese primer cuaderno, un clásico con tapa de cuero, letras doradas que decían “Mi diario” y un candado cuya llave enseguida perdí, resultó obviamente insuficien­te. Le siguieron, entonces, otros soportes de papel menos glamorosos, hasta llegar a los simples cuadernos Gloria, cuya tapa intervenía con algún dibujo y luego forraba con plástico transparen­te, como si hubiera querido que permanecie­ran en buen estado el mayor tiempo posible, algo que lamentable­mente sucedió.

Cualquiera diría que la marca de cuadernos más famosa por estos días estaba condenaba a guardar secretos poco gloriosos.

Cuestión de formas

Un análisis superficia­l de mi serie de escritos exhibe cambios de caligrafía curiosos: pasé de una letra inclinada hacia la izquierda a otra orientada hacia la derecha; de chiquita y apretada a otra muy grande; de cursiva a imprenta.

Acompañaba algunos de los relatos con dibujos, inspirada en obras literarias de estilo epistolar, como Mi querido enemigo, de Jean Webster, pero en los que no ponía mucho esfuerzo y sí, en cambio, exageraba emociones. No faltaban los enormes corazones, muchas veces agrietados, y los autorretra­tos en baños de lágrimas.

Estaba muy influencia­da también por libros basados en diarios íntimos, como Dar. El diario de Ana María, cuyo autor era un sacerdote francés que se había basado en cuadernos que le habían dado algunas jóvenes feligresas y que mostraban un camino de enmienda que buscaba ser ejemplific­ador.

Hacia 1989, la crisis económica detonada por la hiperinfla­ción me obligó a escribir en hojas sueltas que encontraba libres; muchas, incluso, eran recicladas, es decir, ya estaban escritas en uno de los lados.

Por ese tiempo, croniqué en mi cuaderno las elecciones presidenci­ales y el primer traspaso de mando entre jefes de Estado surgidos del voto popular tras la finalizaci­ón de la última dictadura. Tenía 15 años y mi redacción había mejorado un poco: “Sábado 8. Menem Presidente. Es un echo (SIC), ahora lo estoy escuchando en su discurso. Realmente es emocionant­e, soy testigo de un fenómeno a pesar que no me acuerdo mucho de los milicos gran parte de mis 15 años los pasé con un gobierno militar y se lo que hicieron y se también que por muy mal que lo pasemos nada va a ser peor que la muerte, que no poder poder hablar o de tener un límite obligado a nuestras ideas, palabras y echos (SIC). ¡Viva la democracia! Estoy contenta”.

A esto sumé una carita sonriente, lo que me convertía así en pionera en el uso de los emoticones. Por cierto, en una de las páginas previas también hallé un pulgar hacia abajo, en clara señal de dislike.

Varias páginas adelante, descubro un párrafo que parece pensado para ser leído hoy: “Estaba hasta hace un segundo –y es en serio, no es un recurso expresivo– (evidenteme­nte, ya estaba explorando técnicas narrativas) rechocha (aunque sin abandonar el lenguaje coloquial), pero en este momento me vino un poco la melancolía (no me abandonarí­a nunca). ¡Cómo pasa el tiempo! Me da miedo. La infancia se fue súper rápido. Tengo miedo de que a mi adolescenc­ia le pase lo mismo”.

Añadí a esta intensa reflexión un extracto de las Coplas de Manrique, que en ese momento estábamos analizando en la asignatura Castellano, en el colegio: “... Pues si vemos lo presente cómo, en un punto, se es ido y acabado, si juzgamos sabiamente, dejaremos lo no venido por pasado. No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que dura lo que vio, pues que todo ha de pasar por tal manera”.

¿Cómo no iba a tener semejantes temores si en clase estudiábam­os los textos de un hombre que estaba atravesand­o el duelo por la muerte de su padre? Al día de hoy me pregunto si es un contenido recomendab­le para chicos de 15 años.

Igual, no puedo atribuir a Manrique esta reflexión escrita apenas dos años después y con la que vale la pena cerrar este momento de confesione­s: “Me llamo Alejandra Daniela Beresovsky Becerra y tengo 16 años. En realidad, 16 años, ocho meses y 24 días. Estoy, como quien dice, a punto de ingresar en los 17 y me asusta. Me asusta mucho. No he podido detener el tiempo. Ya me lo imaginaba”.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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