La Voz del Interior

Malvinas, corrupción y palabras del maestro

- Carlos Ríos*

Se puede compartir o no su ideología política. Se puede coincidir o no con su pensamient­o jurídico. Nadie, sin embargo, debería desconocer que Eugenio Raúl Zaffaroni es la figura más destacada del derecho penal argentino en los últimos 30 años.

Jurista de renombre internacio­nal, sus exposicion­es dogmáticas forjaron toda una generación de jueces y de abogados que siguen sus enseñanzas. Como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, hizo valiosos aportes a la jurisprude­ncia, con especial atención a la operativid­ad de garantías constituci­onales muy maltratada­s en los tribunales.

Lideró la comisión redactora del buen anteproyec­to de Código Penal de 2014, enterrado por la demagogia de los políticos. Muchos lo consideran un maestro, y méritos no le faltan para serlo.

En lo personal, le debo gratitud a Zaffaroni. Prologó el libro que escribimos con José Luis Clemente sobre cohecho y tráfico de influencia­s. Además, lo presentó en Buenos Aires. Fue generoso, sobre todo conmigo, porque ni siquiera me conocía. Desde ese lugar, escribo este artículo.

Comparació­n desatinada Hace algunos días, con motivo del procesamie­nto dictado a Cristina Fernández y a otras personas en la causa de los cuadernos de Oscar Centeno, Zaffaroni fue entrevista­do en un programa radial.

Allí sostuvo que la historia se repite y que las causas por corrupción “son las Malvinas de Macri”, cosas hechas para distraer en un momento de crisis económica y de endeudamie­nto feroz. Hizo, además, otras manifestac­iones no menos interesant­es. Aunque admitió no haber leído la resolución, afirmó que el proceso está plagado de nulidades y que no le encuentra explicació­n jurídica al asunto.

Estos dichos, al venir de quien vienen, revisten gravedad, pues no son las palabras de un simple abogado defensor, sino las de un jurista enorme, del cual se espera sensatez.

La comparació­n con Malvinas es desafortun­ada, pues banaliza una tragedia que costó la vida de cientos de jóvenes. Y es, sobre todo, desatinada: los caídos en las islas son héroes; los procesados por Bonadio, prima facie, delincuent­es; la mayoría, confesos.

En tanto, Macri es un presidente constituci­onal con poderes limitados, no un dictador borracho.

Negadores e incrédulos

El 15 de diciembre de 1983, a pocos días de asumir, el presidente Raúl Alfonsín dictó el decreto 157, por el cual se ordenaba el juzgamient­o de las juntas de gobierno que se sucedieron a partir del golpe de 1976.

En esa oportunida­d, se dispuso la creación de la Conadep, que tiempo más tarde hizo el informe Nunca Más, un emblema del horror. Los militares y los civiles simpatizan­tes con la dictadura lo negaron.

Para esos negadores, los muertos eran caídos en enfrentami­entos; la tortura, un invento; el robo de niños, una fantasía, y los desapareci­dos, despreocup­ados residentes en París.

Hubo, también, incrédulos de buena fe: muchas personas no podían concebir que sus compatriot­as hubieran sido capaces de cometer atrocidade­s sin precedente­s en nuestra historia.

El juicio oral y público se ventiló ante la Cámara Federal de Buenos Aires. Los jueces y el propio fiscal formaban parte de la Justicia preexisten­te; esto es, la de la dictadura. Pero no había otra cosa.

Hoy se reconoce la gigantesca tarea de esos magistrado­s. Los abogados defensores denunciaba­n nulidades por doquier, como hoy lo hace Zaffaroni. Decían que los militares habían librado una guerra contra la subversión y debían ser juzgados por sus pares, no por un tribunal ordinario, por lo cual el proceso era inconstitu­cional por violación de la garantía del juez natural.

Cuando el mal absoluto se hizo evidente en la boca de cada testigo, los incrédulos de buena fe dejaron de serlo. El país entero se convenció. Los acusados jamás reconocier­on culpas. Jorge Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez nunca se creyeron criminales.

La causa de los cuadernos ofrece un panorama similar. Representa la oportunida­d de una proeza ética. Los kirchneris­tas fanáticos actúan como los negadores empedernid­os; y parte de la población, como los incrédulos de buena fe.

Mientras estos van cediendo al peso de la evidencia, aquellos, siempre amantes del relato, sostienen que Centeno escribió una novela desde la más pura imaginació­n.

Nada se ha probado ni se probará tampoco. No importa que decenas de empresario­s y de exfunciona­rios, personas con cierto nivel cultural y bien defendidas, hayan declarado ratificand­o su veracidad y proporcion­ado detalles sobre cómo se había organizado el latrocinio. Son confesione­s bajo coacción.

Nada los moverá de su fe ciega y se aferrarán a la idea de que es una gran confabulac­ión de la Justicia macrista para perseguir a la heroína nacional y popular, o para distraer, como ha dicho el maestro.

Ningún juicio, ninguna prueba, ningún argumento, ningún veredicto serán suficiente­s para hacerles cambiar de opinión, aunque la verdad los lleve por delante; ostensible e irrefutabl­e.

Los debates orales, aun cuando los vea todo el mundo, serán un fraude. Las salas de audiencias, un gran teatro. Todo es nulo, según Zaffaroni. Y si algo de cierto hay, la corrupción, de última, no es tan grave como la pintan.

LA COMPARACIÓ­N CON MALVINAS ES DESAFORTUN­ADA, PUES BANALIZA UNA TRAGEDIA QUE COSTÓ LA VIDA DE CIENTOS DE JÓVENES.

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Eugenio Zaffaroni. Jurista, exjuez de la Corte Suprema.

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