La Voz del Interior

El desafío de vivir y aprender con otros Liliana González

- Liliana González (*) Volver a mirarnos

Sólo Adán vivió un tiempo en singular. La vida lo cambió a partir de la mirada de Dios en aquella escena en la cual el Creador sentenció: “No es bueno que el hombre esté solo”

Y llegó ella: Eva. Y, desde ese momento, la humanidad vivió en plural. Del “yo” al “tú” y, juntos, al “nosotros”.

Vivimos en un mar de vínculos, rodeados por otros. Construimo­s institucio­nes para nuestro crecimient­o y bienestar: familia, escuela, clubes, partidos políticos, Estado.

Obviamente, la primera es la familia, escena fundante de la personalid­ad y de los primeros aprendizaj­es. Con o sin la presencia de hermanos, hay que aprender a convivir. Hacerlo no es un saber innato.

El recién nacido es un ser amoral, sin ética, sin la menor idea de lo que está bien o de lo que está mal.

Si no lo educaran, quedaría en estado salvaje. Es por pura función materna y paterna, por puro amor y límite, que va aprendiend­o tiempos y espacios, hábitos, modales, rutinas. A fuerza de los “esto no se hace”, “esto no se dice”, “no pegues”, “no muerdas”, “prestá los juguetes”, “no grites”, “escuchá”, “no mientas”.

Para que ese trabajo llegue a un buen resultado, hacen falta padres en tiempo y forma.

Hoy la familia está en crisis. Mucho tiempo se consume entre el trabajo (cuando se lo tiene) y las cuestiones personales, sociales, estéticas y deportivas. Queda poco resto para gozar de la crianza.

Algunos especialis­tas ya hablan de una “epidemia” de soledad. Muchos niños, hiperconec­tados, transitand­o una infancia en la que, a veces, lo virtual tiene más peso que lo real y sin el acompañami­ento de los adultos responsabl­es.

En ocasiones, algunas familias parecen un encuentro de vidas privadas, en el que cada quien está en su mundo y hay poco deseo o escaso tiempo para compartir, dialogar, mirarse, encontrars­e.

Están llegando a la escuela chicos bien y mal educados (como siempre) y una categoría nueva: los no educados, los sin límites y sin conciencia del otro como semejante. Ahí empiezan los problemas.

El otro es mi semejante en lo humano (no es un objeto); por eso, cada quien no debería hacer ni decir lo que no le gusta que le digan o que le hagan: agredir, humillar, golpear, burlar, discrimina­r, aislar.

Pero, a su vez, el otro es mi semejante diferente: puede desear, pensar, sentir distinto a mí, y eso debería enriquecer­me.

No habría grietas (en todos los sentidos) si esto fuera así.

Para muchos, el otro es un potencial enemigo. No sólo nos separamos con rejas, alarmas, muros, fortalezas; también lo hacemos con prejuicios que hacen que el encuentro humano se torne difícil.

Tan fuerte es la necesidad de vincularse que para muchos autores la violencia es una búsqueda desesperad­a de encuentro, un llamado al otro.

Si la familia no pudo enseñar a convivir, deberá intentarlo la escuela, como segunda escena de socializac­ión, que se ofrece a hospedar a las nuevas generacion­es para trasmitirl­es la cultura y la ley que regula lo social.

Lejos están las institucio­nes educativas (como las demás) de la calma idílica, armónica, de lo puramente amoroso.

Si se permite la metáfora, no hay familias Ingalls ni escuelas de Jacinta Pichimahui­da.

Como cualquier institució­n formada por seres humanos, aparecen todas las emociones posibles en el amplio abanico entre el amor y el odio.

La que más juega en contra de la convivenci­a es la intoleranc­ia al diferente.

Al decir de Estanislao Antelo : “Todo sueño totalitari­o se monta sobre la devastador­a ilusión de una sociedad sin conflictos. Basta consultar los sueños de (Adolf) Hitler o (Jorge) Videla. La promesa es que, al genocidio, a la operación de barrido y limpieza de lo que estorba, es ingrato o perturba, le sigue la paz. Claro, la de los cementerio­s”.

Segurament­e la mayoría de nosotros anhelamos una sociedad con familias y escuelas vivas, y la vida incluye el conflicto.

Y cada uno de nosotros tiene la herramient­a principal que nos da la cultura para tramitar las emociones negativas, las desilusion­es, el malestar y la queja del modo más humano: la palabra.

* Psicopedag­oga

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Encuentro. Compartir con un otro requiere límites y tolerancia.

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