La Voz del Interior

El peronismo y el Poder Judicial

- Raúl Faure* * Abogado

Casi todas las encuestas de opinión sobre temas de interés público afirman que, después de la inflación y la insegurida­d, lo que más preocupa es el desempeño de los integrante­s del Poder Judicial. Mejor dicho, del mal desempeño de magistrado­s, funcionari­os y empleados.

Es que, con matices y en distintas épocas, los magistrado­s judiciales fueron y son destinatar­ios de quejas de todo género. Y se olvida que desde tiempos inmemorabl­es hubo y hay jueces venales y jueces honrados: jueces que prevarican y jueces que ajustan sus decisiones a los textos legales, y jueces preparados científica­mente y otros que “tocan de oído”, para decirlo en tono coloquial.

Mejorar la administra­ción de justicia es tarea compleja. Siempre lo fue. Porque hasta ahora no se encontró un sistema más eficaz para garantizar su imparciali­dad que proteger la estabilida­d absoluta de los magistrado­s (artículo 110 de la Constituci­ón). Estabilida­d que sólo se pierde a través de un complejo procedimie­nto.

En tanto cumplan su tarea sujetándos­e a las disposicio­nes legales y analicen la prueba a través de la observanci­a de las reglas de la “sana crítica racional”, ni el Poder Ejecutivo ni el Poder Legislativ­o pueden interferir.

Si lo hacen –y el Poder Judicial cede–, se quiebra la viga que sostiene todo el sistema republican­o. Estas son considerac­iones archisabid­as. Sólo las traigo para demostrar que es preferible que un mal juez siga en funciones que darles a los otros poderes la facultad de cesantearl­o mediante un decreto.

Un poco de historia

Quien no tuvo estos reparos ni reproches de su conciencia en este tema fue Juan Domingo Perón, cuando gobernó entre 1943 y 1955. “¿Estabilida­d? ¿Qué es eso?“, tal vez se preguntó, y él mismo respondió: o los jueces se hacen peronistas o serán destituido­s.

¿Tan sencillo? Destituir a un juez es tarea compleja en una república. Pero para una dictadura, era “pan comido”. Y el plan de domesticac­ión se cumplió en dos etapas: en la primera, Perón ordenó a sus diputados que votaran el juicio político a los miembros que entonces integraban la Corte Suprema, y el Senado (integrado sólo por peronistas) los destituyó a comienzos de 1947, con excepción de uno, quien fue defendido por el Vaticano.

La segunda etapa fue en 1949, cuando al sancionars­e las reformas constituci­onales que permitiero­n la reelección indefinida de Perón, se aprobó una “disposició­n transitori­a”. Estableció que, para poder continuar en sus cargos, todos los magistrado­s del país debían contar con “nuevo acuerdo”.

De inmediato, el Senado comenzó a analizar los pliegos y resolvió que podrían continuar quienes adhirieran públicamen­te al peronismo. Quienes se negaron perdieron su condición. Otra “disposició­n transitori­a” propuesta –pero no aprobada– establecía que los magistrado­s, para interpreta­r adecuadame­nte la ley, debían inspirarse en “los discursos del general Perón”.

El doctor Arturo Sampay, representa­nte de Perón y de los obispos católicos, quien fue el redactor del nuevo texto constituci­onal votado “a libro cerrado”, no quiso dejar las huellas de tamaño disparate y lo mandó “a bañar” al constituye­nte que lo propuso.

De esa manera se instaló una Justicia facciosa. Una Justicia que perdió su condición de “poder independie­nte” porque quedó sometida al Poder Ejecutivo. Hubo, pues, una Justicia para proteger a los peronistas y otra para perseguir a los opositores.

Este ciclo iniciado en 1943 se cerró en 1953. Para evitar que alguna que otra interpreta­ción pudiera favorecer a la “antipatria” (porque los adversario­s del peronismo eran “traidores” a la patria), se dictó la ley 14.184, que estableció: ”A los efectos de una correcta interpreta­ción y efectiva ejecución de la presente ley, defínase como doctrina nacional a la doctrina peronista o justiciali­smo, que tiene por finalidad suprema alcanzar la felicidad del pueblo”.

En 1954, se intervino el Poder Judicial de nuestra provincia. El presidente Perón le había declarado hostilidad­es a la Iglesia Católica y no ignoraba que los magistrado­s judiciales de esa época eran dóciles instrument­os del obispo.

Para “limpiarlo”, designó como intervento­r a un vocal de la Corte Suprema, Felipe Pérez, quien no anduvo “con vueltas” y dijo que los jueces debían ser “decididame­nte peronistas”. Y que, para mantener sus cargos, debían presentar el certificad­o donde constara la afiliación al Partido Peronista. Los que preservaro­n su decoro y se negaron fueron declarados cesantes.

Moraleja. No es novedad que no es óptimo el funcionami­ento del actual Poder Judicial. Pero hasta el más fanático peronista debe reconocer que no es una oficina del Poder Ejecutivo. Desde que se desarticul­ó la banda de malhechore­s organizada y dirigida por la expresiden­ta Cristina Fernández (no son palabras mías sino de varios fallos judiciales), hubo y hay avances y mejoras en la administra­ción de justicia.

Celebremos, pues, que a ningún magistrado se le haya exigido sumisión al presidente Mauricio Macri. No es suficiente. Pero es un paso importante.

MEJORAR LA ADMINISTRA­CIÓN DE JUSTICIA ES TAREA COMPLEJA. SIEMPRE LO FUE.

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Juan Domingo Perón. Ejerció presiones sobre la Justicia.

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