La Voz del Interior

Efecto Bolsonaro: los que salen del placar

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Jair Bolsonaro está sacando del placar un conservadu­rismo oscuro y viscoso en toda la región. También en Argentina empiezan a sentirse legitimado­s por la avalancha de votos que obtuvo el ultraderec­hista brasileño, sectores que no pueden ocultar una excitación revanchist­a.

Igual que los de los demás países latinoamer­icanos, los bolsonaris­tas argentinos son nostálgico­s de las dictaduras y partidario­s de una mano dura policial que actúe libre de ataduras legales.

Para ellos, quienes defienden las garantías del Estado de Derecho son lo mismo que los “hipergaran­tistas” que consideran a la violencia delictiva como una consecuenc­ia justificab­le del capitalism­o.

Para el fervor ultraconse­rvador que está emergiendo, son lo mismo la defensa de la juridicida­d y el delirio ideologiza­do que ve un acto revolucion­ario en un asalto a mano armada.

Pero lo que más enfervoriz­a las pasiones recalcitra­ntes es la homofobia agresiva que expresa el candidato ultraderec­hista, reivindica­ndo el supuesto derecho a denigrar y estigmatiz­ar a los homosexual­es.

El líder que exalta la tortura, la masacre y el racismo, embiste de manera furibunda contra el avance feminista y contra la diversidad sexual. Este rasgo, junto con su violento repudio a las izquierdas y al liberalism­o político y cultural, es lo que sacó del placar a muchos que ven en Bolsonaro al libertador de sus desprecios reprimidos.

Aunque luego puedan gobernar sanamente, está claro que a los líderes violentos el hecho de triunfar no los vuelve más buenos, sino más peligrosos.

Igual que en Brasil y toda Latinoamér­ica, los bolsonaris­tas argentinos aceptan la falacia difundida por ciertas usinas ultraconse­rvadoras. Como antídoto contra la moderación, repiten que los brasileños deben optar entre “dos extremos”. Falso. Al PT se lo puede criticar mucho, pero no llamarlo extremista. Sencillame­nte, no lo es. Una cosa es criticarlo y otra cosa es mentir.

Brasil quedó entre una opción extrema, la demagogia militarist­a, y otra opción que puede representa­r muchos vicios y opacidades, pero no es radical. Los gobiernos de Lula y Dilma fueron de centroizqu­ierda. Que se apoyasen en coalicione­s con partidos de derecha y que hayan puesto la economía en manos de liberales como Henrique Meirelles y Antonio Palocci, llegando a sumar un exponente de la escuela de Chicago como Joaquim Levy, prueba la falacia de considerar que hicieron izquierdis­mo radical.

Desde que sumó al ortodoxo Paulo Guedes, algunos ultramerca­distas sin ética democrátic­a se obnubilan con Bolsonaro como antes lo hicieron con Pinochet. Pero, fundamenta­lmente, el ultraderec­hista brasileño ha despertado en Argentina y otros países el espíritu autoritari­o que se identifica con el moralismo religioso que anatemiza, censura y castiga a quienes desafían su dictat.

Para ese moralismo está bien mortificar a personas por su naturaleza sexual y hablar con desprecio de otras razas. Pero, curiosamen­te, la tortura no es vista como una cruel y cobarde abyección. Tampoco le resultan abyectos el asesinato y la masacre si las víctimas son “el enemigo” político o cultural.

Para ellos, “asesinos” son los partidario­s de que las mujeres decidan sobre sus cuerpos, y “aberrantes” son los que promueven materias escolares para que los niños aprendan lo que algunos padres no les quieren enseñar: que burlarse y ridiculiza­r a otras personas por su sexualidad es cruel y deleznable.

En esa vereda, aunque no todos, hay muchos que ven en Bolsonaro al portador de “verdades que nadie se atreve a defender” y que los hace sentir reivindica­dos. Por cierto, lejos de ser portador de “verdad” alguna, Bolsonaro es una falacia moral en sí mismo. Además de sus apologías del odio racial y la violencia, lo prueban hechos increíbles como que el candidato bolsonaris­ta a legislador que arrasó en las urnas de San Paulo sea el exactor porno Alexandre Frota.

La clase política a la que está derrotando el excapitán brasileño es decadente, mediocre y corrompida. Aun así, es una opción más racional y ética que la demagogia militarist­a.

Esta forma del ultraconse­rvadurismo es otra muestra del instinto suicida de la democracia que se activa en ciertas circunstan­cias históricas. No sería la primera vez que una sociedad, atemorizad­a por incertidum­bres y miedos, entra en pánico y corre a refugiarse en el autoritari­smo mesiánico.

Brasil y los fascismos que están saliendo del placar son una prueba más de que, como tantas veces en el siglo 20, las democracia­s pueden suicidarse.

NO SERÍA LA PRIMERA VEZ QUE UNA SOCIEDAD, ATEMORIZAD­A POR INCERTIDUM­BRES, ENTRA EN PÁNICO Y SE REFUGIA EN EL AUTORITARI­SMO.

* Periodista y politólogo

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(AP) Candidato. Bolsonaro despertó el espíritu autoritari­o en varios países.
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