La Voz del Interior

Más que una nueva derecha

- Gonzalo Fiore Viani Experto en Relaciones Internacio­nales

Cuando Marine Le Pen y Matteo Salvini se reunieron en la sede del sindicato obrero UGL, estuvo claro que se trató no sólo de la consolidac­ión de una sociedad política que pretende liderar a Europa, sino también del intento de dotar de contenido ideológico a un movimiento: la nueva ultraderec­ha nacionalis­ta que viene arrasando electoralm­ente en varios países del Viejo Continente y también del mundo. Una corriente antiglobal­ista que rechaza la diversidad cultural y que tiene como principal sujeto al trabajador, a quien consideran abandonado a su suerte por las demás corrientes políticas.

Si bien existen ciertos puntos en común tanto con el fascismo italiano como con el gaullismo francés, o con los nacionalis­mos de los años 1920 y 1930 surgidos tras la crisis económica provocada por el crack de 1929, este fenómeno tiene caracterís­ticas propias que lo hacen algo totalmente nuevo.

Sólo puede ser explicado desde el rechazo a la profundiza­ción del proceso de globalizac­ión. Líderes como Sebastian Kurz, Viktor Orban, Salvini o Le Pen comparten el rechazo a lo que consideran “las elites” que impulsan la globalizac­ión que “destruye las culturas nacionales”, a la Unión Europea y a los políticos tradiciona­les, de quienes dicen que traicionar­on a sus pueblos para defender “intereses ocultos”.

En lo económico, se consideran proteccion­istas: creen que se debe controlar el capital, asegurar los derechos laborales y recortar en todos los campos excepto en lo social. Se declaran “enemigos de las finanzas”, como dijo Le Pen en 2017, y en su discurso hay un fuerte desprecio por la troika, el euro como moneda única y todo lo que tiene que ver con la Unión Europea.

En lo social, son muy conservado­res, y caen en expresione­s homofóbica­s o misóginas, en contraposi­ción a liberales como Emmanuel Macron, que hizo de las cuestiones de género una bandera de su presidenci­a y se viene enfrentand­o con Salvini por la problemáti­ca de los refugiados.

Vladimir Putin, desde Rusia, es considerad­o como una especie de padrino del movimiento, con el que no sólo comparte un estilo de liderazgo autocrátic­o y afinidades ideológica­s en lo que concierne a lo económico y a su idea de lo que debería ser Europa, sino también su oposición tanto al matrimonio igualitari­o como a los derechos de las diversidad­es sexuales.

En los últimos meses se mostró muy cercano al canciller de Austria, el joven de 31 años Sebastian Kurz; ha intercambi­ado elogios con el mandatario húngaro, Viktor Orban, y con el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, además de su asociación de larga data con el Frente Nacional francés.

Macron, con Angela Merkel en retirada y complicada por el avance de la extrema derecha alemana, se considera a sí mismo “enemigo” de este tipo de liderazgos, y se muestra como la cara de una Europa unida, tolerante, diversa y, a su vez, amiga de los mercados y de los capitales internacio­nales.

Lo cierto es que mientras el progresism­o parece hablarles sólo a las minorías, incorporan­do un discurso que tiene más que ver con la clase media urbana y sobreeduca­da –y, paradójica­mente, de mayoría blanca–, Salvini, Le Pen, Orban, Kurz o –fuera de Europa– Donald Trump buscan interpelar a un actor político que parecía patrimonio del siglo 20: el trabajador, específica­mente, desemplead­o, muchas veces debido a que su ámbito laboral se trasladó a algún país con mano de obra más barata.

Por lo pronto, Europa se encuentra como Odiseo, entre Escila y Caribidis: sin salida clara, debatiéndo­se entre los defensores a ultranza de la globalizac­ión y los que pretenden negar cualquier atisbo de diversidad.

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