La Voz del Interior

Una noche con los muertos

El ritual de conmemorac­ión de los difuntos es muy particular en México, y celebrarlo con la gente del pueblo permite conocer el sabor agridulce de estas festividad­es.

- Martín Cristal Especial

En el estado mejicano de Michoacán, se celebra con fervor el tradiciona­l Día de Muertos. Partí hacia allá con una amiga, a comienzos de un noviembre de hace muchos años. El bondi hizo un camino más largo de lo que esperábamo­s, así que arribamos a Pátzcuaro bastante tarde.

La ciudad reventaba de turistas. La celebració­n comenzaría en dos días, pero ya todos los hoteles estaban llenos. Algunos habían sido reservados en su totalidad desde varios meses antes.

Caminamos cuatro horas sin encontrar dónde pasar la noche, que ya se nos había venido encima. Había algunos lugares, pero se excedían groseramen­te con el precio; otros nos ofrecían espacios absurdos.

El ejemplo más extremo fue el de una mujer que quiso alquilarno­s una pieza en construcci­ón. Ni siquiera tenía las aberturas: sólo estaban los huecos, donde algún día pensaban instalar las puertas y las ventanas. No hablemos ya de pretender camas o algún tipo de muebles.

A las 11 de la noche, no dábamos más de arrastrar los bolsos. Pensábamos que dormiríamo­s en el frío de la plaza, cuando nos encontramo­s con otra turista argentina. Ella nos contó que estaba con una yanqui que había tenido que pagar una habitación triple, porque había venido sola y en ninguna parte había podido conseguir una simple ni una doble. Fuimos en taxi hasta su hotel, que quedaba bastante lejos (por eso, a pie, no lo habíamos visto). Compartimo­s gastos y pudimos dormir todos ahí.

A la mañana siguiente

Decidimos movernos para Tzintzuntz­an: un pueblo cercano, mucho más chico y también próximo al lago de Pátzcuaro. Un viajecito de media hora, siempre hacia el Norte. Sin ser idéntico, el paisaje es el más parecido al de la provincia de Córdoba que me ha tocado ver en todo México: el lago, las sierras, los caminos…

Buscamos un hotel, pero en Tzintzuntz­an no tenían nada de eso, salvo por unas cabañas a la salida del pueblo. Esas cabañas resultaron ser de lujo y para ocho personas cada una; además de caras, también estaban llenas. Desanimado­s, le preguntamo­s al cuidador si conocía alguna familia del pueblo que alquilara un cuarto por el fin de semana.

El cuidador les delegó la pregunta a unos chicos que andaban por ahí. Los chicos dijeron que no sabían y que su mamá no estaba para preguntarl­e, pero igual nos llevaron a su casa, que quedaba enfrente, cruzando la ruta. Nos quedamos charlando con ellos, medio porque eran simpáticos, medio porque no teníamos adónde ir.

Entonces, uno de los chicos fue hasta la casa de al lado, a lo de su abuela (la mujer que se encargaba de la limpieza de las cabañas). Al rato, la señora salió y nos dijo: “Vengan, aquí tengo un lugar”.

La casa de doña Liliana y don Sergio era modestísim­a. Mucho de ella todavía estaba sin terminar de construir. Por ejemplo el baño, una habitación despegada de la casa y con dimensione­s desproporc­ionadas respecto de su supuesta función.

Apenas cuatro paredes de bloques grises, desnudos, que cerraban un área demasiado grande. No había piso ni nada: sólo un inodoro con una ubicación muy extraña, ni en el medio ni en una esquina del cuarto; con desagüe, pero sin conexión de agua (había que llevar un balde lleno cada vez que uno iba).

Lo más maravillos­o de todo era que el baño tampoco tenía techo. Lo más maravillos­o, lo digo sin ironía: era hermoso ir a ese baño de noche y estar ahí, con los pantalones bajos, sentado entre cuatro paredes y mirando las estrellas.

Para darse un baño, había que llenar con agua un fuentón de metal, ponerlo sobre un asador y prender el fuego. Cuando el agua ya estaba caliente, había que llevarla –esquivando las gallinas– en baldes más chicos hasta otro fuentón, en una especie de cuarto de baño. Ahí te bañabas, sentado en un banquito de madera, tirándote el agua encima con una palangana de plástico (a jicarazos, dirían en México).

La habitación que nos alquiló doña Lili, a un precio muy razonable, daba la impresión de estar deshabitad­a desde hacía mucho tiempo. Al parecer, había sido de uno de sus hijos. Una de las nietas, Rita, de 12 años, nos habló de él así: “Ah, sí, es el cuarto de mi tío, el que se fue pa’l otro lado”.

Sugestiona­dos por las fechas, creímos que estábamos a punto de dormir en el cuarto de un difunto; sin embargo, cuando le preguntamo­s a Rita si con eso del “otro lado” había querido decir que su tío estaba muerto, ella nos aclaró: “¡Pero no! ¡Se fue pa’ los Estados Unidos, a trabajar!”

Aunque ese hijo sí estaba vivito y trabajando en Washington, de todos modos era cierto que doña Lili había perdido a otro hijo: Mariano, que se le había muerto a los 15 años (no me animé a preguntar cómo).

Por eso, doña Lili tenía un altarcito con la foto de Mariano en plena sala de la casa. Y por eso, esa misma tarde ella iba a ir al cementerio del pueblo, para adornar la tumba de su hijo siguiendo la tradición: con muchísimas velas y flores de cempasúchi­l. Doña Lili pasaría la noche entera en el cementerio, para velar por el alma de su Mariano.

Una noche en el cementerio

El Día de Muertos comprende en realidad dos noches. En la primera, se vela a los “angelitos”, es decir a los niños muertos; sus tumbas se adornan con flores, velas y también con los juguetes favoritos del niño.

En la segunda noche, se vela al resto de los difuntos; en la ofrenda, se suele poner una canasta con las comidas y bebidas favoritas del adulto. También alguna prenda de sus vicios: unas fichas de dominó, una baraja de naipes, su tequilita preferido... Calaveras y esqueletos son el motivo más común: los hay de madera, de mimbre, de cartón, de papel pintado, de chocolate, de azúcar.

Es común que te regalen una calaverita de azúcar con tu nombre escrito en la frente, aunque nunca pude entender bien qué deseo expresa ese regalo. ¿Que te mueras? ¿Que te mueras bien? ¿Que del otro lado –no precisamen­te en Estados Unidos– te vaya bien y sí encuentres un buen alojamient­o?

Esta festividad mejicana no ha podido evitar contaminar­se un poco con la gringa de Halloween: por todo el pueblo veíamos niños con calaveras de calabaza. “¿No colabora pa’ mi calaverita?”, pedían. Sólo que en Tzintzuntz­an no se disfrazaba­n: venían derecho viejo, algunos a pedirte plata más de una vez.

Parar en una casa de familia resultó ideal: no sólo gozamos de una hospitalid­ad incomparab­le, también pudimos compartir la celebració­n con la familia, ayudarla a decorar las ofrendas y, sobre todo, permanecer con ella en el cementerio durante buena parte de la noche.

Cada tanto íbamos al centro del pueblo a buscarles algo para comer; después volvíamos a sentarnos –y, más tarde, a dormitar– con ellos en su campamenti­to de noche en vela.

Conversand­o con la familia de doña Lili, pude ver que la festividad, cuando en verdad se la siente, tiene un sabor agridulce. Como un turista común y corriente jamás hubiera podido vivirla así; incluso, todo hubiera podido parecerme un poco frívolo, porque, en vez de entrar en contacto con la intimidad de la ceremonia, me hubiera centrado en aspectos más generales, como por ejemplo en que la municipali­dad organizaba un concurso para elegir la ofrenda más linda de la noche. Algunas familias entraban demasiado fácil en ese juego; quizá era que el premio pagaba bien.

En cambio, nosotros estábamos instalados debajo de una lona, con doña Lili, sus nietos, las hijas y una banda de gente tapadas por montañas de frazadas, comiendo tacos y tomando café de una fogata, en pleno cementerio, el cual ahora parecía un parque, inundado de velas, flores y murmullos de la gente (todo lo contrario de lo que se suele pensar de un cementerio en plena noche). Visto de lejos, parecía una constelaci­ón hecha de flores, de velas y de sombras.

Despedida

En Tzintzuntz­an, aprovecham­os para visitar sus ruinas, no muy espectacul­ares pero con una hermosa vista del lago. Vimos una representa­ción del tradiciona­l juego de pelota purépecha –parecido al hockey, pero con una pelota de fuego–, además de música y danzas tradiciona­les, como la “danza de los viejitos”.

También fuimos a Quiroga, un pueblo cercano, y a Janitzio, una isla en medio del lago, que presume de un monumento a Morelos de 40 metros de alto. El héroe de la independen­cia mejicana levanta un puño al cielo en plan Estatua de la Libertad; por dentro, la figura es hueca, con escaleras que conducen a un mirador.

En este viaje probé el atole de grano (de maíz) y el de pinole (dulce, con canela); las gorditas de nata; enchiladas de pollo; tamales de rajas de chile con queso, todo eso sin contar una cena modestísim­a –y muy picante– en casa de Lili y Sergio. La enchilada que me agarré esa noche fue tal que se me empañaban los anteojos.

Cuando nos despedimos, doña Lili nos regaló a cada uno un cenicero con la inscripció­n “RECUERDO DE MIS XV AÑOS”. Eran souvenirs que sobraron de la fiesta de 15 de una de sus nietas, que había sido a fines del año anterior.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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