La Voz del Interior

Periodista camuflada

Dos veces en su vida la autora de esta crónica tuvo que vestirse de soldado: una, para internarse en la selva boliviana; la otra, para arrojarse en paracaídas.

- Mariana Otero motero@lavozdelin­terior.com.ar

“Camine rápido. No mire al piso. Mantenga el ritmo y no se detenga. No se levante las mangas del uniforme porque hay muchos insectos que usted, seguro, no conoce. Tenga cuidado con las víboras voladoras, los pozos y las trampas. No tenga miedo. La cuidaremos”.

Con todas esas recomendac­iones, inicié un día de diciembre de 2004 mi caminata por la selva boliviana, el Chapare, en el corazón del trópico de Cochabamba.

Había llegado a Bolivia para la cobertura periodísti­ca de la Cumbre de las Américas, en Santa Cruz de la Sierra, y de paso ver cómo combatían la producción de cocaína las fuerzas especiales de la Unidad Móvil de Patrullaje (Umopar) junto a la DEA (la agencia antidrogas norteameri­cana).

En el país vecino, me calcé un uniforme militar por segunda vez en mi vida. La primera había sido 10 años antes, cuando me arrojé en un paracaídas durante una entrevista a un grupo de suboficial­es, en La Calera.

El traje verde oliva y las botas nunca fueron de mi agrado, pero tengo que admitir que las circunstan­cias en que lucí atuendos camuflados fueron algunas de las más emocionant­es de mi carrera profesiona­l.

La aventura boliviana me sedujo en un principio. Me uniría a los “leopardos” –las fuerzas de patrullaje que gozaban de bastante mala fama entre las organizaci­ones defensoras de los derechos humanos–, para ver de cerca cómo era una “fábrica de cocaína”.

Cuatro machotes con cara de pocos amigos pasaron a buscarme por Cochabamba en un jeep militar. Casi no me dirigieron la palabra en todo el trayecto, salvo cuando uno me advirtió: “Si quiere ir al baño, se las tiene que arreglar en una letrina. ¿Sabe lo que es?” Asentí con una mueca y, por supuesto, me las ingenié en las letrinas de los paradores a la vera del camino. Ahora que lo pienso mejor, creo que para ellos yo era invisible.

Nuestro norte era el territorio que manejaba Evo Morales, el actual presidente boliviano, quien por entonces era el líder cocalero en la lucha de los campesinos por mantener su única fuente de ingresos: el cultivo de coca.

Evo era un “prócer” en el Chapare. Su foto se multiplica­ba como bandera de la resistenci­a al gobierno conservado­r de Gonzalo Sánchez de Lozada, que planeaba destruir el 10 por ciento de las cosechas de cocales en el Chapare.

“Los leopardos” eran la mano ejecutora de la lucha contra el narcotráfi­co. Y yo estaba con ellos en el mismo auto.

La coca y la cocaína

El primer puesto de control que cruzamos, en la entrada del departamen­to Cochabamba, era una oficina precaria y oscura donde los militares verificaba­n que los pasajeros no ingresaran precursore­s ni salieran transporta­ndo el cotizado polvo blanco.

Recuerdo que un guardia (¡otra vez!) me miró con mala cara. Preguntó quién era, qué hacía. Varios cuchichear­on en voz baja, como deliberand­o qué hacer conmigo. Traté de imaginar que todo se resolvería a mi favor y me entretuve mirando un enorme cartel rojo y negro. “Almacenar coca y plantar coca nueva es delito. No te arriesgues”, advertía.

Por entonces, en el Chapare se cultivaban cada año 150 mil toneladas de hojas de coca, en 30 mil hectáreas: el 40 por ciento de la producción mundial. Era el medio de subsistenc­ia de 31 mil familias campesinas.

Cerca del mediodía, llegamos al cuartel de la Unidad Móvil de Patrullaje de Chimoré (Chapare), con el calor húmedo de los días de verano. Al costado, había un calabozo con campesinos detenidos. Un poco más allá, las iniciales de la DEA sobre una pared, que parecían pintadas por un niño.

Pronto, y sin mirarme a los ojos, uno de los militares me ordenó que me probara la ropa en un galpón. Salí por la puerta con el traje camuflado y las botas negras, bajo el sol implacable, rumbo a la entrevista con un coronel, el jefe de la brigada.

En una especie de aula escolar, sin ventanas y con un tubo fluorescen­te como única iluminació­n, el hombre abrió un mapa y me dio una lección. “El negocio del narcotráfi­co funciona así... Las rutas de la cocaína son estas... Los campesinos son... Nuestros hombres trabajan por la patria...” Y más.

Me explicó que los almácigos o coca nueva estaban tan penalizado­s como una fábrica de cocaína o una poza de maceración. Elaborar un kilo de cocaína costaba unos 250 dólares, y su cotización crecía de manera exponencia­l según dónde residiera el cliente. Dentro del Chapare se cotizaba a 500, pero en San Pablo costaba 12 mil, y en Hamburgo, 120 mil dólares.

“La llevamos a ver cómo destrozamo­s ese negocio nefasto”, me anunció el coronel. “¿Está preparada?”. Lo estaba.

Volvimos al todoterren­o blanco. Yo llevaba un bloc de hojas blancas en un bolso, una cantimplor­a y una linterna. Los soldados camuflados cargaron esposas, cuchillos, granadas y rifles con la esperanza de que el operativo fuera exitoso.

Los “leopardos” realizaban casi 30 operacione­s por día: incautaban droga, detenían personas y destruían fábricas.

El mundo gira rápido

Recibí las indicacion­es de seguridad que conté al comienzo, cuando pusimos un pie en el sendero que se adivinaba denso y

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